Papi tiene un circo
A Silvio Berlusconi aún le queda un buen trecho para llegar a nombrar cónsul a su caballo, como Calígula, o emular al emperador Heliogábalo, quien después de gozar de cualquier placer imaginable con toda clase de mujeres, patricias, esclavas o prostitutas, se casó con su auriga y se prostituyó él mismo en la propia habitación de palacio bajo cuyo dintel se exhibía desnudo detrás de una fluctuante cortina de anillos de oro e invitaba con voz melodiosa a compartir su lecho a cuantos jóvenes pretorianos pasaban por el salón. La Villa Certosa de Silvio Berlusconi en la isla de Cerdeña donde la barra libre junto a las piscinas contiene copas repletas de píldoras azules y rosas y un cuerpo femenino disponible en cada tumbona, es todavía el huerto de una abadía comparado con la decadencia romana auténtica. No tiene Silvio la locura creativa de Calígula, pero de Heliogábalo parece haber heredado, al menos, el gusto por los afeites y cierta inmunidad ante cualquier clase de escándalos. Berlusconi se presenta hoy ante el mundo completamente restaurado, con un bronceado de lámpara, las ojeras, el papo y los pómulos estirados, el pelo resembrado, los piños de porcelana, la próstata trasquilada y aun después de que un desalmado le incrustara en plena jeta todo el gótico florido de la catedral de Milán, los taxidermistas han hecho una obra de arte con su rostro y lo han devuelto a la sociedad más rejuvenecido todavía. A los 75 años este hombre exhibe una jovialidad pegadiza, como si la política no fuera un trabajo real sino una ficción. Para él la política es algo parecido a esa bebida ligera y amarga que hay que beber con la frivolidad del aperitivo mientras se habla de negocios serios, privados.
Silvio Berlusconi es ese tipo dinámico que en una excursión en autobús se coloca de pie junto al conductor con el micrófono en mano y comienza a contar chascarrillos a los pasajeros. Solo que en este caso, además de ejercer el papel de gracioso de turno, Berlusconi es el propietario del autobús y del micrófono, tiene a sueldo al conductor y los pasajeros aplauden sus gracias porque todos son clientes suyos y se dirigen a un rancho que también es de su propiedad. Mientras los mercados la devoran, media Italia va ahora en este autobús que discurre despendolado por ochas y barrancas, riendo los chistes de este animador.
Aparte de su enorme talento para escabullirse en el último momento de los enredos con la justicia, Berlusconi supo desde el primer momento que la política es un circo, en cuya pista actúan payasos, trapecistas y leones. Este político ha convertido ese espectáculo en su baluarte. Suyos son la carpa, las gradas, los cables, los focos, las cámaras, todo el elenco y, a través de la taquilla, también se ha hecho amo del espectador. Para llevar el espectáculo de la política a sus últimas consecuencias, Berlusconi también actúa en la pista como payaso, contorsionista y domador.
El poder no es nada si no se exhibe. Maquiavelo aconsejaba al Príncipe: si no eres amado, sé al menos temido. Berlusconi podría añadir: si no eres amado ni temido, sé al menos envidiado. Proclama que en tu lecho se renueva permanentemente la carne femenina cada vez más fresca, aunque sea mentira; ofrece a los amigos fiestas delirantes donde los fotógrafos apostados en la floresta del bosque capten imágenes de primeros ministros desnudos y erectos; carga el avión presidencial de jovencitas soñadoras, diles que te llamen papi, llévalas a Cerdeña y regálalas a los invitados de lujo; paséate por la alta política exhibiendo un grado de felicidad inasequible para el común de los mortales y cuando estés fuera de su alcance, protegido por una alta barrera de leguleyos, señor de todos los espejos de la sociedad, sentirás que en la mucosa más oscura del italiano medio se despierta el Berlusconi que todos llevan dentro, cargado de envidia, desprecio y admiración.
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