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Columna
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Criaturas

Cuando llega el festival, es como si San Sebastián se hiciera más grande. No lo digo metafóricamente, es como si le crecieran barrios. Cuando se acaba, de repente, vuelve a su tamaño real.

Esta es una ciudad pequeña, tranquila, sin sorpresas. Eso está muy bien. Una sabe casi con exactitud lo que se va a encontrar al salir del portal, quién estará en la marquesina del autobús y quién se estará tomando el café con pintxo de media mañana en el bar de la esquina. Saludas por la calle a una media de diez personas al día y te paras a charlar con tres o cuatro más. Pero cuando empieza el festival de cine, las estadísticas se vuelven locas. Ya no sabes lo que puede pasar. Hay mucha gente rara, no conoces a nadie en la barra de tu bar de cabecera y, de golpe y porrón, se hace real la posibilidad de cruzarte con Glenn Close o John Malkovich por la Parte Vieja. Vas por la calle como si fueras turista en tu barrio, mirándolo todo y a todos. Es emocionante pasear, las posibilidades se multiplican por trescientos y eso, qué quieren que les diga, es divertido. Durante el festival, yo me peino más y me pinto los labios un poco para bajar a por el pan. Me da pena que se acabe.

Aunque se nos note poco, la mayoría de los donostiarras disfrutamos del gusanillo festivalero. Lo vivimos con cordura y mesura norteña, esa es la verdad. Ya se sabe que aquí somos todos muy de emocionarnos hacia dentro. Bueno, todos no. No podemos olvidarnos de las muchachas fervorosas que acampan a las puertas del hotel María Cristina todos los años, con una paciencia que ya la hubiera querido para sí Job, el ganadero. Ésas no son de emocionarse hacia dentro. De hecho, son de emocionarse muy hacia fuera. Es curioso, la adolescencia no entiende de caracteres regionales. Lo mismo da una grupo de adolescentes andaluzas, catalanas o vascas. Si les pones a Miguel Ángel Silvestre delante, todas se vuelven locas igual. Debe de ser después, una vez que las hormonas se han equilibrado, cuando se imprime el carácter regional. Lo cierto es que yo he visto a un grupo de muchachas malagueñas embrutecidas por Silvestre y he de decir que, poco más o menos, perdieron las formas igual que las de aquí. Aquellas le arrancaron literalmente la camisa, es verdad, pero fue por deficiencias en las medidas de seguridad. Estoy convencida de que nuestras adolescentes estaban bien dispuestas a arrancarle un trozo de camisa, de haber podido. Siempre me acuerdo de aquella chica que, llorando desconsolada y sin ningún pudor, le decía a una cámara de televisión que, si tuviera que elegir entre salvar la vida de Brad Pitt y salvar la de su madre, salvaría la de Brad Pitt con los ojos cerrados. Criatura.

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