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DON DE GENTES | OPINIÓN
Columna
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Bares de viejo

Elvira Lindo

Hay almas ingenuas que se creen que no siguen las modas. Con esos espíritus puros es mejor no discutir porque viven convencidos de su diferencia. Bastaría que nos mostraran un retrato de hace veinte años para hacerles notar que hasta en las patillas se aprecia que uno es parte de su tiempo. En las patillas de los hombres y en las cejas de las mujeres. No se sabe quién convenció a las chicas de los setenta de que se las depilaran hasta esquilmar los poros, y quién nos convenció a las de los ochenta para que luciéramos las cejas en su máximo salvajismo. Este siglo XXI es el de los experimentos capilares. Ves a un hijo tuyo un día y te sorprende con unas patillas de escritor romántico y a la semana siguiente se ha dejado barba de cuáquero. Modas. Personalmente, convivo mejor con este eclecticismo presente que permite que uno componga a su manera su propio personaje. Modas. Todos las seguimos. Más aún los que se definen más refractarios a ellas. Viajo de un lado a otro del Atlántico y observo, con más ternura que sarcasmo, que todos los jóvenes se parecen. De la misma forma que se parecían esos jóvenes más papistas que el Papa que con su hippismo atildado inundaron Madrid en agosto, se parecen entre sí esos otros más audaces, creadores espontáneos de tendencias que más tarde copiarán las revistas del ramo. A mi generación le tocó la ya cansina movida pero también el auge del mundo yuppi que despreció los locales castizos e inundó las ciudades españolas de bares y restaurantes decorados con aquella sosería de paredes paneladas que algún listo llamó minimalismo. El minimalismo consistía, en lo que a locales de comida se refiere, en unos paneles de cerezo. Eso en el mejor de los casos; en el peor, en paneles negros que todo lo cubrían y no permitían colgar siquiera el banderín del equipo de fútbol del dueño. Las mesas eran de filo cortante. Las barras eran de filo cortante. Tan cortante que si un día una criatura ebria perdía el equilibrio y se estampaba contra la barra corría el peligro de abrirse una brecha o de perder la vida. No fueron pocos los clientes que murieron en la flor de la edad por culpa del minimalismo. No había lámparas sino focos. Y la tele de toda la vida con su eterno partido de fútbol había sido sustituida por monitores que proyectaban videoclips. En el colmo de la modernidad, la imagen no coincidía con la música que sonaba. Un símbolo de la incomunicación de nuestro tiempo. Se ve que era eso. Y entonces el tiempo pasó (por abreviar): nosotros nos hicimos mayores y nuestros hijos adultos y vieron aquello, aquellos bares de decoración filosa y antipática, y dijeron, qué cosa más fea, por Dios, y sin ponerse de acuerdo -porque lo misterioso de las modas que nacen en la pura calle es que nadie se pone de acuerdo en seguirlas sino que surgen de estados de ánimo colectivos-, emprendieron la tarea de buscar los viejos bares de la ciudad. Sí, aquellos bares con barra de mármol o de cinc en los que por un precio razonable te tomas unas cañas tiradas por camareros de camisa blanca y peinados a raya y unos bocadillos de calamares comme il faut. También buscaron aquellas cafeterías cincuenteras o sesenteras con asientos de skay en las que de niños habían tomado sándwiches mixtos y batidos de chocolate. Fue difícil porque las franquicias habían acabado con patrimonios de la humanidad como la Cafetería Manila. Y en esto, que viajo a Buenos Aires y constato que la tendencia es la misma. La misma. Los jóvenes se han ido colando en las tabernas de viejos, acodándose en esas barras plagadas de fotos de boxeadores, futbolistas, toreros y cantantes. Visitan las que sobrevivieron a la modernidad y cuando montan negocios las imitan, tratan de recrear el ambiente cálido, popular, de barrio. De pronto, viejos y jóvenes se codean en la misma barra e ignoran a la generación madura que se ha quedado un tanto descolocada ante este auge del casticismo que algunos llaman vintage, porque la palabra casticismo no vende. En estos días he dejado las huellas de mis codos en El Obrero, El Favorito de Palermo, El Cuartito, La Brigada, El Desnivel; he escuchado nuevas voces del tango, como la Chicana, en el Club Atlético Fernández Fierro, y he visto a los abuelos acudir bien temprano a la milonga de la Confitería la Ideal, el lugar más decadente que imaginarse pueda, para no perderse una sola pieza. Una imagen prevalece sobre las demás: la del abuelo decrépito sacando a bailar a una jovencilla con zapatillas de deporte. Ella siguiéndolo a él: primero, porque en el tango los hombres dirigen; segundo, porque el viejo llevará al menos sesenta años practicando y sabe tanto de baile que ya no hace ni un solo movimiento gratuito. Miraba a los jóvenes porteños y observaba lo parecidos que eran a "los chicos" (así se refieren los argentinos a los hijos), que habían viajado conmigo. Los veía disfrutar de ese cálido localismo argentino como disfrutan aquí del madrileño o como yo veo a los jóvenes neoyorquinos en el Lower East Side. Todos se dan un aire, todos se parecen. Siguen una moda sin saberlo. Con el tiempo sus ropas y sus locales de copas se convertirán en el signo de una época. Espero que entonces sus hijos, nuestros nietos, no vuelvan al panelismo. Sería terrible.

Todos seguimos las modas. Más aún los que se definen más refractarios. Todos los jóvenes se parecen
Convivo mejor con este eclecticismo presente que permite que uno componga a su manera su propio personaje
La Ardosa, una de las más conocidas tabernas de Madrid.
La Ardosa, una de las más conocidas tabernas de Madrid.FOTO: CLAUDIO ÁLVAREZ

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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