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Reportaje:Bestiario estival

Víctimas del mosquito

En 1821 murieron en Barcelona 6.244 personas por fiebre amarilla

El cementerio de Poblenou es el más antiguo de Barcelona. Fue inaugurado en 1775 por el obispo Josep Climent, acompañado por los siete rectores de las siete parroquias de la ciudad. Está situado sobre el antiguo Canyet; una zona de marismas donde se arrojaban los cadáveres de los pobres y de los ajusticiados para que los devorasen los lobos. En aquellos tiempos, "irse al Canyet" equivalía a morirse. Si se acercan hasta este lugar comprobarán que -junto al de Montjuïc-, es el único camposanto barcelonés que ofrece una guía en la entrada para facilitar su visita. Aparte del recinto protestante, o de las tumbas de Josep Anselm Clavé, Tórtola Valencia o Francesc Canals -más conocido como El Santet por atribuírsele diversos milagros-, cobija un sombrío monumento que recuerda a las víctimas de la gran epidemia de fiebre amarilla de 1821.

La enfermedad llegó a Barcelona a bordo de una flota de bergantines procedentes de La Habana
Provocó tal pánico que vinieron comisiones de Europa y se cambiaron las leyes sanitarias

Este cenotafio está situado en el departamento primero, en la parte central de una plaza octogonal flanqueada en cuatro de sus partes por unos nichos románticos de principios del siglo XIX, cuya antigüedad certifican las hierbas que emergen de las junturas de sus piedras. El monumento del que les hablo fue erigido en 1823 por Antonio Ginesi en estilo neoclásico, y reformado después por Leandre Albareda en 1895. Su basamento, semejante a un templete romano, está compuesto de columnas y coronas de laurel en bronce. Y presenta en sus cuatro lados sendas lápidas aclaratorias, que recuerdan a los doctores que lucharon contra la enfermedad, y a los alcaldes y regidores constitucionales que -fieles a su juramento-, siguieron en sus puestos hasta contagiarse y morir. Sobre este conjunto se eleva una columna coronada por una cruz, que parece buscar la luz del sol, como escapando al trágico episodio que conmemora.

La fiebre amarilla es una enfermedad viral procedente de zonas cálidas, que se transmite por la picadura del mosquito aedes aegypti, y que en aquella época era conocida como el vómito negro, o más coloquialmente la plaga americana. Se daba la paradoja que Barcelona se había expuesto a ella por culpa de la tan deseada apertura del comercio con las Antillas, y de la entrada en el negocio del tráfico de esclavos. Según pudo demostrarse, la trajo una flota de bergantines procedentes de La Habana, a bordo de los cuales viajaban diversos tripulantes infectados.

El 17 de julio de 1821, la prensa informaba de que el buque español El gran turco había perdido a varios de sus marineros durante la travesía; descargó mercancía en Málaga y fue a fondear en Barcelona, donde los calafates que subieron a hacerle reparaciones fueron rápidamente atacados por el virus y murieron poco después. El 3 de agosto, la Junta de Sanidad reconoció que se habían producido unos cuantos fallecimientos misteriosos en la Barceloneta. Oficialmente sólo había cuatro muertos, y otras 10 personas estaban en estado muy grave. Por aquel entonces, esta plaga era difícil de diagnosticar. Se sabía poco de ella y se confundía con males endémicos aquí, como el tifus y las calenturas de la ictericia. De hecho, el primer nombre que se le dio en Barcelona fue el de tifus o calentura amarilla.

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A finales de agosto había 57 muertos y se abría un hospital en la Virreina, en Gracia. El 17 de septiembre se establecía un cordón sanitario, y se impedía la entrada o salida de la ciudad. Los tratamientos resultaban inútiles, mientras la facultad de Medicina se dividía entre los defensores de una epidemia contagiosa de origen tropical, y los que creían que no era contagiosa y se debía a la suciedad del puerto barcelonés. En octubre ya se registraban 200 fallecimientos diarios. Montjuïc, Sants y Hostafrancs se llenaron de barracas, con supervivientes que habían huido de sus domicilios y que vivían como indigentes. El contagio no remitió hasta finales de noviembre, y la cuarentena aún se prolongó hasta el mes de diciembre de ese año. En ese lapso de tiempo hubo 6.244 víctimas, sobre una población de unos 100.000 habitantes. Deshabitó los barrios cercanos al mar e hizo que este cementerio se llenase de tumbas. Fue tal el pánico que provocó, que vinieron comisiones científicas de todos los países de Europa, forzando a cambiar las leyes sanitarias. Ahora tan sólo queda este templete rematado por una cruz, como recuerdo a las víctimas del mosquito y a aquellos que sacrificaron sus vidas por atenderles.

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