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Pantallas
Columna
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Mad city

Juan Cruz

Hubo en Inglaterra un político conservador, sir Keith Joseph, que le abrió los ojos a Margaret Thatcher y la llevó a hacer la revolución conservadora de la que vienen estos lodos. Aquel hombre causó un escándalo cuando explicó que la sociedad británica había que dividirla en 10 o 12 clases sociales, según su tradición o comportamiento. Ahora que vemos lo que pasa en Londres me acuerdo de sir Keith Joseph porque me lo ha traído a la memoria David Cameron, que debe tener esas lecciones en su biblioteca. Cuando Cameron le echó la culpa a los padres, y por supuesto a los padres pobres, incapaces de educar adecuadamente a sus hijos, pensé en el líder tory como un alumno aventajado de aquellas sugerencias que unían discriminación a desprecio. La televisión te ofrece explicaciones demasiado sucintas de las cosas. Y, claro, lo que explican los protagonistas del lado de allá del conflicto (el lado en el que no está el primer ministro), es que lo que ocurre, hooligans aparte, es consecuencia de una política discriminatoria que tenía que explotar (otra vez) algún día. Los incidentes incluyen barbaridades que cometen los ladrones de ahí y de cualquier parte, pero reducir a la nada la responsabilidad política debe ser un capítulo más de lo que hubiera querido sir Keith Joseph en su vademécum discriminatorio.

Pero ninguna explicación de las que ha dado la televisión es tan representativa de lo que sucede como esa película que puso TCM la noche del jueves, en la que Dustin Hoffman actúa como la conciencia del periodismo advirtiendo a la sociedad de que con las personas no deben jugar ni el periodismo ni los políticos. La película es Mad city, y narra la historia de un empleado en crisis (económica) que secuestra a los niños que van al museo del que había sido guardián hasta que lo dejaron sin empleo. La sociedad quiere incidente, y la televisión se lo sirve; nadie se pregunta (lo denuncia el periodista) qué sucede para que ese hombre se haya vuelto un bandolero. Al final todo salta por los aires, el individuo se ha vuelto loco, destroza el museo mientras la policía lo acorrala dándole órdenes y la televisión lo persigue para narrar en directo hasta su suicidio. La película es de 1997, la dirigió Costa-Gavras y explica más que un telediario de la BBC.

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