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Laboratorio de ideas
Columna
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Salud bancaria y deuda pública

Emilio Ontiveros

Nunca Europa había sufrido una crisis tan severa y compleja como la actual. Desde el nacimiento de las instituciones comunitarias tampoco habían sido tan explícitas su incapacidad de gestión y la de coordinación entre los gobiernos. Esa crisis ya no es exclusiva de unas pocas economías consideradas periféricas. El renovado debilitamiento de la economía estadounidense y los problemas específicos de sus finanzas públicas conceden a la inestabilidad financiera hoy dominante capacidad suficiente para provocar una recaída en el ritmo de crecimiento del conjunto de las economías avanzadas.

La espiral desencadenada hace más de un año por el deterioro en las condiciones financieras de algunos gobiernos de la eurozona ha erosionado aún más la solvencia de unos sistemas bancarios cuyos balances quedaron seriamente dañados por la propia naturaleza original de la crisis. A los problemas de liquidez derivados del colapso de los mercados mayoristas de crédito se añadió el desplome en el valor de los activos inmobiliarios, que en algunos sistemas bancarios eran mayoritarios. La recesión y el consiguiente ascenso del desempleo han erosionado aún más la calidad del conjunto de los activos bancarios y, por supuesto, aceleraron el deterioro de las finanzas públicas, al contraer los ingresos públicos y aumentar de forma significativa los correspondientes gastos.

Las decisiones de ajuste fiscal no han conseguido calmar a los mercados ni bajar las primas de riesgo

Un cuadro tal no es exclusivo de las economías de la eurozona donde se particularizó la crisis de la deuda soberana desencadenada hace año y medio por Grecia. El reciente cuestionamiento por los mercados de bonos de la solvencia del Gobierno italiano ha marcado la entrada en una nueva fase de esa crisis: ha dejado de ser una crisis específica de las economías consideradas periféricas para comprometer el futuro de la propia unión monetaria.

Italia no solo es la tercera economía de mayor dimensión de la eurozona. Es también la que tiene un mayor volumen de deuda pública, superior al 120% de su PIB. Su mercado de bonos es el mayor de Europa y el tercero del mundo. Son más de 900.000 millones de euros los que vencen en los próximos cinco años. Dos elementos, tan comunes a otros países como aleccionadores, ayudan a entender la severidad del castigo que los mercados financieros han infligido a ese país: se trata de una economía que no crece y en la que domina la inestabilidad política. En realidad, la precariedad del Gobierno actual y el desencuentro entre el primer ministro y su ministro de finanzas han tenido mucho que ver con ese pronunciado ascenso de las primas de riesgo de las dos últimas semanas. El hecho de que el stock de deuda pública esté mayoritariamente en manos de inversores domésticos, en ocasiones considerado un factor paliativo, se ha constituido en el más rápido contaminante al sistema bancario.

En realidad, la renovada depreciación en los títulos de deuda pública en casi todas las economías de la eurozona en las últimas semanas ha sido simultánea a las pérdidas de valor de los bancos cotizados de la eurozona, desde Alemania hasta España.

Aun cuando el montante de deuda pública española siga siendo de los más bajos de Europa, la persistencia de un bajo ritmo de crecimiento económico y la resistencia a la baja de un elevado desempleo acentúa el ritmo de deterioro de las finanzas públicas, incluso en mayor medida que en otras economías de la eurozona. La presunción de que el saneamiento financiero público no será fácil se ampara igualmente en la muy probable necesidad de que algunas entidades bancarias precisen de fondos públicos para reforzar su solvencia.

La publicación de la segunda edición de las pruebas de resistencia a la banca no ha contribuido a reducir de forma significativa la vulnerabilidad de algunos sistemas bancarios. En el mejor de los casos, ha facilitado la disposición de información sobre la naturaleza y composición de los factores de riesgo de aquellos, como el español, que han sido más ambiciosos en el ejercicio de transparencia y exigentes en el cómputo de los recursos propios homologables. Pero ello no significa un efectivo alejamiento de los riesgos de liquidez y de solvencia de las entidades bancarias.

En ninguna de las economías más afectadas por esta crisis las decisiones de ajuste fiscal han conseguido frenar esa estrecha asociación entre finanzas públicas y salud bancaria. Las decisiones adoptadas en Grecia, Irlanda, Portugal y España en mayo del pasado año no han alcanzado el propósito de calmar a los mercados: las primas de riesgo son hoy en todos esos países significativamente superiores a entonces. Los propósitos de enmienda de los gobiernos no han cotizado en esos mercados, al menos tanto como las escasas posibilidades de crecimiento económico y la limitada capacidad política para adoptar decisiones que permitan alcanzar ese difícil equilibrio entre saneamiento financiero y reanimación de las economías.

Y eso erosiona la salud de los sistemas bancarios. No solo por la evidente desvalorización de los bonos públicos que tengan en sus activos y la consiguiente depreciación de sus acciones, sino por el endurecimiento de las condiciones de financiación que los bancos siguen encontrando en los mercados mayoristas. La transmisión de esas dificultades a los demandantes privados de crédito bancario es inmediata. Y su impacto adverso sobre la viabilidad de los proyectos empresariales ayuda a entender que el desempleo, no solo en la economía española, siga en niveles históricamente elevados.

La vinculación causal esperada entre austeridad fiscal a ultranza y fortalecimiento de la confianza de los agentes económicos no ha tenido lugar. O ha sido contaminada por la incapacidad política que las distintas autoridades de la eurozona están poniendo de manifiesto para garantizar la solvencia de las economías con mayor volumen de deuda pública. Ante una evidencia tal, se imponen dos cursos de acción absolutamente complementarios, aunque, a tenor de lo que estamos observando, nada fáciles. La reestructuración, con mayúsculas, de la deuda pública de países como Grecia, con el apoyo de recursos del resto de los países de la eurozona, debería ser el primero de los conjuntos de decisiones. El segundo debería consistir en la distribución de los ajustes en un periodo de tiempo más dilatado, susceptible de no bloquear como hasta ahora las posibilidades de crecimiento económico. Esta dosificación de los esfuerzos fiscales alejaría los riesgos de una nueva recesión, facilitaría la recuperación de sectores susceptibles de aprovechar la demanda exterior y, en todo caso, reduciría el ritmo de mortalidad empresarial en algunas economías. Con bastante independencia del sector al que pertenecen, pequeñas y medianas empresas con planes de negocio viables están siendo manifiestamente penalizadas por ese marcado racionamiento del crédito en algunas economías de la eurozona. Desde luego, en la española.

Esas actuaciones deberían abordarse desde premisas conducentes a una mayor integración fiscal en el conjunto de la eurozona: de mayor cesión de soberanía en este ámbito a instancias europeas. En paralelo, sería altamente conveniente que en el seno de las economías más amenazadas emergiera un mínimo consenso político acerca de la viabilidad financiera del conjunto de las administraciones públicas. Las alternativas a ese fortalecimiento de la integración fiscal y, en definitiva, política son inquietantes: pasan por asignar muchas más probabilidades a un escenario de fragmentación de la unión monetaria. Y esto no se sabe muy bien cómo se hace, pero sí hay razones, sin embargo, para intuir que las consecuencias serían mucho peores que las hasta ahora observadas. No solo para las más endeudadas economías periféricas.

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