'Glee' contra la lógica
'Glee', la serie musical que pretendía poner patas arriba el subgénero teen glorificando las peripecias de un club de canto de instituto americano compuesto por perdedores, es una de las más vistas en su país (entre 10 y 14 millones de espectadores). También una de las más caras, principalmente por sufragar los derechos de las canciones que sustentan su trama. Algo compensado hábilmente por su carácter de fenómeno multiplataforma: sus versiones de éxitos pop triunfan en las listas de ventas. Tal y como se subraya en la aparatosa gira de conciertos con la que han arrasado en el mercado anglosajón, "han conseguido más números uno en la lista Billboard que Elvis". De no ser así, recuerda The Hollywood Reporter, el producto no sería rentable. Pese a su buena sintonía con el audímetro.
Según su creador, el público objetivo de la serie son los niños de siete años
Cinco días antes del fin de la emisión de la segunda temporada en España -donde la serie tiene, en el mejor de los casos, carácter de culto-, su productora y canal de emisión en nuestro país, Fox, invitó a un grupo de periodistas a uno de los siete conciertos que ofrecieron en el O2 londinense para constatar la magnitud del millonario fenómeno.
Ante el éxito masivo, era inevitable asistir a la disneyficación de un producto que partió de tramas sobre gais, embarazos adolescentes o personas con discapacidades físicas. Al fin y al cabo, según rectificó hace poco su creador, Ryan Murphy, el público objetivo de la serie son los niños de siete años. "Que lo vea otra gente es otra cosa". Esta dualidad de mala-leche-de-buen-rollo se comprueba al ver cómo, por un lado, miles de chavales entran en éxtasis cuando dos personajes homosexuales de la serie simulan una declaración de amor sobre el escenario -algo extrañamente refrescante-, para luego constatar que los derivados de esta potente maquinaria mercadotécnica parecen empeñados en pervertir su rompedor espíritu primigenio.
Emoción cero. Si deviene desmoralizante la falta de carisma en el concierto de su enérgico reparto, encorsetado por un guión insultantemente mecánico que nubla las encomiables tablas de sus intérpretes, cantantes o bailarines, más desalentadora resulta la selección musical. Exceptuando algunos éxitos de musicales de Broadway o de estrellas pop como Beyoncé o Britney, la gira de Glee se cimienta en la impúdica insolencia con la que la serie rescata olvidadas tonadillas de todo género, década y pelaje, incluido el peor rock adulto de los setenta. Resulta inquietante ver cómo introducen a una audiencia inocente -la mayoría no había nacido cuando Paul McCartney fundó a los Wings, pero ahí estaban coreando Silly love songs puño en pecho- en alguno de los terrenos más pantanosos de la cultura popular del siglo XX.
Pero hasta los aspectos menos musicales tuvieron pies de barro. Como ocurriera en el anunciadísimo capítulo extralargo Born this way, en el que los protagonistas asumían (por enésima vez) sus taras físicas y emocionales, el reparto versionó en Londres el tema de Lady Gaga luciendo con orgullo unas camisetas en las que se podían leer sus
defectos: "No sé bailar", "No puedo cantar", "Soy un cuatroojos"... ¿Y qué llevaba Kurt, el personaje gay interpretado por Chris Colfer? "Me gustan los chicos". De esta incongruencia se desprende que o bien, entre el estercolero de rojerío y progresismo que para muchos republicanos estadounidenses es la serie, los creadores ven la homosexualidad como una tara, o bien quienes estuvieran a las riendas del asunto no le dedican mucho tiempo a la lógica.
Y quizá ahí esté la clave. Ver en Glee un entramado industrial en el que los personajes son arquetipos que se contradicen de un capítulo a otro, en que las tramas son excusas que la serie (víctima de déficit de atención narrativo) deja sin resolver en cuanto detecta algo bonito a mitad de capítulo, es como leer los componentes nutricionales de las golosinas. Glee es una marca, con una historia o un ideario. Es caótica, indiferente a la calidad, y brilla cuando logra zafarse de las reglas dramáticas aristotelianas y deleita a su espectador con momentos de delicioso absurdo narrativo con glaseado de genialidad comercial.
Así como interrumpir un episodio para meter con calzador el pasteloso dueto navideño Baby it's cold outside entre dos adolescentes le propició a la serie uno de sus mayores éxitos en ventas musicales; así como la sádica profesora de gimnasia puede pasar un capítulo entero pensando cómo disparar a sus animadoras con un cañón circense para entretenerse, una panda de púberes cantando Don't stop believin', de
Journey, en un concierto musicalmente imperdonable puede tener hasta un punto embriagador. Es la clave del éxito de este grandísimo despropósito: el irresistible magnetismo de quien se salta las normas con placer.
El doble capítulo final de la segunda temporada de Glee se emite en Fox el miércoles, a las 22.00.
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