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Columna
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El acto más tonto

No sé quien se inventó ese acto tan ridículo de colocar una primera piedra al inicio de una obra pública, pero el día que se descubra habría que darle al autor con una de ellas en la cabeza. Dentro de varios siglos, cuando haya que vivir bajo tierra por no quedar sitio para construir en la superficie, se descubrirá que al igual que hubo unos antepasados que pintaban en las cuevas, a éstos le sucedió otra especie más evolucionada que escondía unas cajas metálicas con varios periódicos y algunas monedas debajo de los edificios que construían. Pensarán que estábamos locos. Lo pensarán y acertarán.

La colocación de una primera piedra es un acto muy curioso. Si alguna vez viniera a España una inspección de la Unión Europea para analizar la productividad en el trabajo y se topase con un acto de estas características, nos echaban de inmediato. La media de personas que pueden participar en la colocación de una única piedra llega al centenar. Y encima, cuando aterrizan con los coches oficiales, ya está el agujero hecho y se limitan a echar cuatro paladas de arena. Con todo, lo que más les llamaría la atención sería lo que ocurre a continuación. Se trata de la jornada laboral más corta del mundo. Los cien participantes, que no le han dado un palo al agua, festejan que uno de ellos ha trabajado unos 60 segundos y se ponen a festejarlo con un ágape y escuchando a una banda de música.

De todos los actos ridículos que rodean el ejercicio de gobernar, éste me parece sin duda el más tonto de todos. Recuerdo que una vez asistí a la colocación de la primera traviesa de la vía de un tren en mitad de un descampado, al que acudió medio parque móvil ministerial cargado de altos cargos y varios autobuses que llevaban a periodistas, diputados y otros representantes del mundo social y empresarial. Llegamos con más de una hora de retraso. No había manera de encontrar el sitio elegido para tamaño acontecimiento. Si todos los que fuimos allí hubiésemos colocado una traviesa cada uno, inauguramos ese día la línea y volvemos a casa en tren.

Puestos a elegir, prefiero siempre una tardía inauguración a una rápida primera piedra. Hay primeras piedras, colocadas con las prisas electorales, a las que nunca les ha sucedido una segunda piedra. Mientras ha habido inauguraciones de las que se iban los invitados y seguían después los operarios colocando nuevas piedras. Me viene a la mente un hospital de Madrid que se inauguró como las ciudades del Oeste levantadas en el desierto de Tabernas en Almería. Salvo la fachada, lo demás era todo de cartón piedra. Abrías la puerta de un quirófano y te encontrabas con el yesista. Y salías por las Urgencias y los únicos que iban vestidos de blanco eran los pintores. Hace unos días se inauguró un aeropuerto sin aviones en Castellón y una piscina sin agua en Galicia. Con todo, reconozco que me divierten los actos de colocación de la primera piedra de algo. Sobre todo, desde que los políticos acuden a ellos con un casco en la cabeza. Los asesores de imagen, que descubrieron un día la importancia del traje y de la corbata, no han pensado todavía en lo esencial que es para un político saber colocarse un casco en la cabeza. Hay una relación inversamente proporcional entre la cabeza de un político y un casco de obra. O se tiene mucha cabeza para tan poco casco o se tiene mucho casco para tan poco cabeza.

Por cierto, el segundo acto más tonto después de la colocación de una primera piedra es el corte de una cinta. Ha habido peleas por hacerse con unas tijeras que han estado a punto de provocar un conflicto institucional, y algún rifirrafe que acabó con heridos. Así como cintas con más cortes que el trapo de un afilador. Ayer concluyó el plazo que marca la ley para celebrar actos de estas características antes de las elecciones, lo que no evitará que este ridículo se siga repitiendo.

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