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Columna
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Abuso de poder y corrupción

"La derecha vence pero no convence. Hace años -y, sobre todo, desde que tiene mayoría absoluta- que se dedica a desautorizar al discrepante para evitar el debate. Confía en su hercúlea y omnímoda capacidad mediática para llevar a la gente al campo excluyente y crispador de los buenos y los malvados. Naturalmente, los malos, los malvados (o desleales, o ridículos, o traidores, o quién sabe qué epíteto más estrafalario) son todos aquellos que se atreven a discrepar de los planteamientos gubernamentales". Traduzco este párrafo de uno de los artículos recogidos en un libro que acaba de publicar la Universitat de València, L'ofici de raonar, de Vicent Soler. Más de siete años después de su publicación originaria, lo único que puede decirse del fenómeno que describen ese artículo y otros es que se ha agudizado hasta extremos llamativos. Y no es el menor de ellos la interiorización por una buena parte de la sociedad civil progresista del desprecio sumario que depara el partido gobernante a los dirigentes de la izquierda realmente operativa.

La patrimonialización de las instituciones valencianas que practica el PP se apoya en una amplia hegemonía social, nadie lo duda, pero ha ido acentuando su crispación y prepotencia hasta convertir la deslegitimación del adversario en una auténtica seña de identidad. "La mayoría del Parlamento representa a la mayoría de los valencianos y tiene la mayor legitimidad democrática de cualquier representación política parlamentaria", argumentó esta semana Rafael Blasco, portavoz popular y consejero de Solidaridad y Ciudadanía. Tal obviedad declarativa resultaría inocua si no estuviera orientada a "reprobar" a políticos de la oposición, en una suerte de régimen disciplinario completamente fraudulento. Y no tendría más importancia si no sirviera para esgrimir el poder contra los discrepantes como si esa simple condición (quiero decir, la de discrepante) despojara de cualquier legitimidad a quien la asume, y de cualquier razón.

En la tradición democrática se sabe, desde los tiempos de Lord Acton, que "el gobierno sólo es legítimo si está efectivamente limitado". No sólo por la oposición, no sólo por la moderación y el reconocimiento de que tras los adversarios también hay ciudadanos, electores y algunas mayorías sociales, sino por las leyes. La adicción incondicional al poder suele ser causa y parte de la corrupción. Lo estamos viendo. Francisco Camps, su Gobierno autonómico y los dirigentes de su partido esgrimen su poder como una coartada inapelable para no respetar a las minorías y hacer oídos sordos a los requerimientos de los jueces. Pasa, con ello, la corrupción a convertirse en una mentalidad, casi en un sistema, que va más allá del robo de fondos públicos para hacer del abuso de poder una forma de erosionar los valores éticos. Advirtió George Washington de que "el gobierno es un sirviente peligroso y un amo terrible", pero hay por aquí teóricos que consideran la corrupción un tema secundario.

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