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Columna
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La Segunda Transición

El Club Financiero de Vigo tuvo un sueño. Despertaron convencidos de que es urgente repensar el Estado y concluyeron que la crisis económica es un buen momento para adoptar reformas que contribuyan a reducir el gasto del Estado de las Autonomías cuya maquinaria se les revela excesivamente pesada y poco eficiente, acostumbrados como están al funcionamiento perfecto y armonioso de sus competitivas empresas. Su imaginación está aguijoneada por la autoridad moral de François Mitterand que, en una ocasión, para sacarse de encima a un periodista que le preguntó si Francia iba a adoptar un modelo descentralizado, sentenció que "España es un país rico y puede permitírselo. Francia no es un país rico."

El control de los mercados y la crisis son la coartada perfecta para justificar el asalto al Estado

En plena fase REM, a los socios del selecto club quizás se les pasó por alto la ironía del presidente francés a quien la grandeur le impediría, incluso en sueños, reconocer la supuesta superioridad económica de España, convencido como estaba de que la gloria de Francia se debía, a partes iguales, a su centralismo jacobino y a su elevada autoestima nacional. El federalismo es cosa de ricos, y España, arruinada por el zapaterismo, es un Estado fallido, frustrado y moralmente derrotado, como proclama, en su sangrante pasión, José María Aznar, otro presidente de glorias mayores.

En opinión de los capitanes de la industria y los negocios vigueses, hay que imponer una dieta de adelgazamiento de los gastos del Estado. Debe acompañarse de una estricta ortopedia para recomponer el orden competencial con la ayuda de un férreo corsé que evite la espiral reivindicativa de los partidos nacionalistas. Veamos cómo se mueve su mundo: "Parece evidente que una de las singularidades constitucionales más notables de nuestro sistema político tiene que ver con la existencia de partidos nacionalistas, en un contexto constitucional abierto desde el punto de vista de la organización territorial del Estado, y que permite a esos partidos mantener exigencias sin fin, a cambio de dar apoyo a quien lo necesita en el Gobierno central del Estado".

Hombres de grandes recursos, los dirigentes del círculo empresarial vigués ofrecen dos soluciones: introducir cambios severos en la legislación electoral para evitar el presumible papel decisorio de los partidos nacionalistas o bien fosilizar el Estado de las Autonomías. Elegantemente apuestan por la segunda vía: "Defender el cierre del modelo territorial -y, dentro de él, muy especialmente, del sistema de distribución de competencias- parece una necesidad inaplazable en la tarea de repensar un Estado factible". El inquisitorial control de los mercados y la feroz crisis son una coartada perfecta para justificar el asalto al Estado con una propuesta de democracia bipartidista empobrecida y el reforzamiento de una autoridad central y recentralizada.

Cuando Aznar pensaba que la impronta de su Gobierno fuerte iba a ser eterna, anunció la necesidad de impulsar una Segunda Transición que permitiese resolver algunas cuestiones que la Primera Transición había cerrado con excesiva liberalidad. En el ojo del huracán, el Título VIII de la Constitución y su condescendiente y tolerante federalismo. Fracasada la resimetrización del Estado de las Autonomías, tras fallidos y reiterados intentos de nivelar a la baja y situar a todas las comunidades, naciones y regiones en el mismo nivel político y simbólico, hay que practicar cirugías más expeditivas.

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El kit de soluciones de emergencia para los males de España que arrastra la mainstream neocon ofrece tres soluciones en una. Restricción de los derechos laborales y flexibilización máxima del mercado de trabajo. Canibalización del Estado del bienestar y mercantilización de la protección y servicios sociales. Reversión del Estado autonómico hasta el estadio de una autonomía no federal; sin eufemismos: un Estado en el que la única descentralización sea meramente administrativa y nunca un auténtico autogobierno político de sus naciones; un Estado neounitarista donde al Gobierno central le competa la toma de decisiones y a los autogobiernos nacionales su gestión obediente y mimética.

El resultado de la pretendida Segunda Transición será un Estado adelgazado en su pluralidad nacional y cultural, refractario a toda formulación como gobierno en red, que consagrará una democracia cívica empobrecida y ajena a todo compromiso solidario. Quizás este Estado de Nueva Planta (y sus innovadoras políticas) les recuerde la vieja arquitectura estatal que la Constitución de 1978 quería dejar atrás. Es una de las muchas cosas notables que acontecen cuando se deja el futuro en manos de genios conservadores.

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