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Columna
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Trabalenguas

La noche de Madrid la señalan los relojes, las persianas dormidas, jamás el cielo: nos miente su tono sucio de naranja sobre añil, ni gris siquiera, más bien cielo que lo es de propina, argumentando que así se le ha llamado siempre. Esta semana y en estas páginas hemos desayunado -cielo que se imagina azul, que a veces lo consigue- con los reportajes de Elena G. Sevillano sobre ese aire que, de tanto, es cielo: el nivel de contaminación se multiplica hasta el doble de la media que recomienda la OMS, ante lo cual el Ayuntamiento se lava las manos -por si las bacterias, digo yo- y las estaciones que miden la contaminación atmosférica cambian de lugar, desapareciendo las que registraban una actividad mayor y falseando, por tanto, la estadística. Miente el cielo, mienten los números... Ni en las matemáticas podemos confiar.

Necesitamos vivir Madrid y que banco signifique asiento y no esquina con cajero automático

El cielo de esta ciudad añade a sus ingredientes la luz de las farolas, el humo de los coches -no mencionemos ya su ruido-, y la mezcla se enturbia y el cóctel explota. Porque una ciudad se compone de aire que aquí es sucio, de tierra que aquí se asfalta, de agua que una cosa y que la otra. Y una ciudad no supone una excusa para la transición entre nuestra casa y el trabajo; la calle existe no para que la pueblen coches y autobuses, no para que sus tripas las recorran los vagones de metro, sino para que los peatones la caminen. Necesitamos no vivir en Madrid sino vivir Madrid, y que banco signifique asiento y no esquina con cajero automático. Hablo de aceras amplias que no bailen y nos tropiecen, hablo de bicicletas: para eso cada barrio necesita zonas verdes bien equipadas, con sus luces para cruzarlas por la noche sin miedo y sus espacios para que unos jueguen y otros charlen e incluso alguien lea, si es que algún iluso lo pretende. Y zonas verdes para reivindicar eso, la ciudad, que no equivale a marca entre signos de exclamación ni a deuda ouroboros, sino a territorio que habitan no sé cuántos millones de personas, en el que no duermen sin más, no se alimentan sin más, no cotizan sin más, sino que viven. Hablo sobre tierra, y hablo -también- sobre aire: sobre asfalto y sobre contaminación, sobre el descuido o la dejadez de transformar las calles en lugares de paso, no de permanencia.

En Madrid se vive complicado: por las distancias y por los horarios, por la rutina enfermiza de acceder al metro de noche todavía y entrar a la oficina de noche aún y salir de ella de noche de nuevo, por los precios en la estratosfera -todo por las nubes, a la altura del cielo-, hasta y sobre todo por ese aire que nos toca respirar y frente al que una reza para que un ataque de hipo la obligue a aguantarse la necesidad del oxígeno. En Madrid se vive complicado, y me ronda la sensación de que eso mismo nos empuja a no sentir la ciudad como nuestra, a perder la conciencia del derecho a llenarla, a habitarla: la falta de tiempo, de oportunidades, de ganas, nos rascan el entusiasmo de aprovechar el sol o de combatir el frío y lanzarnos a la calle, por quedarme en un gesto típico pero simbólico. Los madrileños encaran un paso de cebra de puntillas, por no molestar a la calzada; mientras arrojan la basura al contenedor piden que se les absuelva, y no recuerdan las tasas que se pagan y para qué sirven en teoría y no sirven en la práctica; y etcétera, y etcétera, y sus pulmones del color del cielo por la noche, y la cara dura como la piedra -del color del día con cielo cerrado- de saber qué aire respiramos, qué ciudad se nos impone, y con qué triquiñuelas se nos muestra falseada.

Por eso me parece importante que, si el cielo está encapotado, alguien tome la decisión de resolver el trabalenguas: si en esta ciudad incluso respirar nos daña, si esta ciudad nos lo pone tan complicado para atrevernos con las palabras mágicas -es mi ciudad, soy de aquí, aquí vivo-, démonos cuenta de a quién pertenece, y reivindiquémoslo. No a quienes se fotografían en inauguraciones y cortes de cintas: o sí, pero no a ese papel que representan. Sí a nosotros, a nosotras: sí a quienes ya no vamos a Madrid, sino que regresamos a ella. Si cuando un estudio señala que inspirar y espirar implica nutrirse con unas partículas microscópicas, pero que caminan de la mano de la mortalidad, y quienes debieran evitarlo o remediarlo se cruzan de brazos, y musitan que hacen lo que pueden -y esa capacidad, por lo que vemos, es más bien escasa-, y que en Bruselas hay una normativa y que esa normativa se cumple -esperemos por tanto que en Bruselas legislen y aprueben con el sentido común que falta por aquí-; si ocurre todo esto, y no respirar nos mata y vivir nos cuesta, es momento de hablar alto, más alto todavía que el claxon y el acelerador. ¿Quién nos desencapotará?

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