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Columna
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Hágase la luz

La subida acordada por el Gobierno de hasta un 9,8% en las tarifas de la energía eléctrica, si convalidáramos las explicaciones oficiales, atendería la necesidad planteada por el aumento de los precios de la generación en los mercados. Además, el ministro de Industria y Energía, Miguel Sebastián, y el equipo a sus órdenes retrotrae la cuestión a 1999, cuando gobernaba Aznar, y subraya que esta subida es una medida sana que viene a romper con una demagogia entonces instaurada, por completo improrrogable. En resumen, para Sebastián esto supone una reconciliación con el principio de realidad, advertidos como estamos por la Fundación Ortega Marañón de que cualquier intento de ignorarla prepararía su venganza.

Es elemental distinguir los costes efectivos y los costes reconocidos -o si se prefiere ministeriales-

Luis Vives dijo aquello de "vivimos tiempos difíciles en los que no es posible hablar, ni callar sin peligro". Ahora lo que resulta inimaginable es vivir sin energía eléctrica, en la cual respiramos, nos movemos y somos. Entonces, si la electricidad a todos nos alcanza, ¿cómo es que el recibo periódico que nos pasan al cobro venga siendo desde siempre ininteligible? y ¿cómo es que sus alteraciones al alza pasan a ser inscritas en el ámbito de la resignación sin mayor debate? Porque, por el contrario, tenemos comprobado que cualquier modificación de las tasas escolares, del impuesto del patrimonio o del de sucesión, que afectan a sectores específicos, ocupan durante meses los espacios más relevantes de los medios de comunicación y se debaten de modo acalorado.

En todo caso, estos días, en el umbral del nuevo año, se consideran propicios al balance del ejercicio anterior y a la formulación de propósitos para el recién inaugurado. Buen momento para volver sobre el principio de la solidaridad del electrón, que acude a la velocidad de la luz allí donde es más necesario, y para meditar sobre ese enunciado de corte paradójico según el cual los problemas de la electricidad, o si se prefiere de la luz, se resuelven a oscuras. Si queremos salir de esa oscuridad analítica lo primero es aclarar que el mal llamado déficit tarifario es el resultado de que la tarifa con la que se factura a los consumidores es insuficiente para cubrir los costes reconocidos de la energía eléctrica (generación de las distintas clases de centrales, transporte, distribución y otros conceptos de menor cuantía).

Un reconocimiento que viene determinado, directa o indirectamente, por las normas regulatorias, dictadas en forma de resoluciones, órdenes, decretos y leyes por el ministerio, el Gobierno o el Parlamento, respectivamente, en cuya fijación, conforme a cada caso, podemos imaginar la influencia determinante que han tenido las empresas eléctricas, tanto con gobiernos o mayorías parlamentarias hegemonizadas por el PP como por el PSOE. Así que es elemental distinguir los costes efectivos -en los que realmente incurren las empresas eléctricas- de los costes reconocidos -o si se prefiere costes ministeriales- y que es en relación a estos últimos, por diferencia con la tarifa aplicada al consumidor, como se establece el mal llamado déficit de tarifa.

Cuando el Gobierno no quiere asumir una responsabilidad tan negra como la de subir el precio de la energía eléctrica intenta transferirla a sus predecesores o al mercado. La primera transferencia es muy tardía después de siete años en el poder y, para dar por buena la segunda, habría que comprobar si el mercado está diseñado de modo adecuado para gestionar esas transacciones en este ámbito concreto. Porque sucede que las centrales de energías renovables, las de carbón y las de ciclo combinado de gas natural (que representan un 70% de la generación eléctrica), al no obtener del mercado la remuneración suficiente para cubrir sus costes medios, terminan por recibir complementos retributivos -en forma de primas, pagos por capacidad, incentivos a la inversión- que fija el Gobierno.

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Pero, al mismo tiempo, hay otras centrales -hidroeléctricas y nucleares (que suponen un 30% de la generación)- que obtienen en el mercado un precio capaz de reportarles muy altos beneficios, sin que además sea ahora posible instalar una central hidroeléctrica o nuclear para competir, en tanto que el bendito Cascos prorrogó la concesión de las hidroeléctricas por 75 años más. Llegados aquí, se ha procedido a la aplicación de la Ley del Embudo, de manera que las pérdidas de las centrales del primer apartado las pagan los consumidores vía complementos de Tarifa; mientras que los beneficios de las nucleares y de las hidroeléctricas se los quedan sin más las empresas. Habría otro modo de echar las cuentas que nos ahorraría más de 1.700 millones de euros al año. Lo veremos el próximo día.

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