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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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La Escuela de París

Lo que se está expresando en la capital francesa es un malestar difuso, lo suficientemente abstracto y general como para influir en otras partes. Y cuando Francia se altera, el efecto de repetición está casi asegurado

Jesús Ferrero

Cuando a los 18 o 20 años llegábamos a París con la intención de trabajar pero también de estudiar y de conocer a sus maîtres à penser, no sabíamos hasta qué punto París era una escuela que te obligaba a cambiar de carácter y a comportarte y vestirte de otra manera. Ya el primer año caías en la cuenta de que en París, como en parte ocurre también en Nueva York, todos eran personajes y de que tenías que cultivar tu propio personaje si querías sobrevivir. Percibías que las reuniones y fiestas eran concilios de personajes más que de personas. Si habías elegido el personaje inadecuado o sencillamente no eras un personaje tus pasos podían estar contados.

Puede que el dandismo parisino se deba a esa necesidad imperiosa que siente todo habitante de París de ser algo más que persona, algo más que personne.

Tres generaciones de 'maîtres à penser' alcanzaron influencia a ambos lados del Atlántico
Marxismo, existencialismo y estructuralismo tenían antepasados comunes: Freud, Kant, Heidegger...

También te dabas cuenta de que en París la gente era bastante solitaria buena parte del día, y que por eso necesitaban cenar fuera y con los amigos: eran los únicos momentos en que podían sentirse verdaderamente acompañados. En parte la ciudad te ayudaba a sobrellevar esa soledad con su fisonomía pintoresca y laberíntica, y en parte no. La soledad, mucho más severa que en España, y la necesidad de fabricarte un personaje tendían a acentuar tu narcisismo, otra de las revelaciones fundamentales que llegaba a ti el primer año: el culto al narcisismo tan característico de París y de cuyas dimensiones no se suele ser consciente hasta que uno no lleva algún tiempo allí.

Todo ello te iba configurando una conciencia del equilibrio más que un equilibrio de la conciencia. El culto a las formas y a los límites equilibrados del cuerpo te acercaba, sin que tú lo quisieras, a un cierto idealismo, y todo idealismo es en principio idealismo formal, pura estética. Advierto además que se trataba de un idealismo plegado al cuerpo y a sus circunstancias y muy plegado al personaje que uno estaba interpretando. Puede que en realidad se tratase de escudos necesarios. Ya decía Nietzsche que en torno a nosotros va creciendo una máscara, y que en el fondo esa máscara nos protege, y París tiene los habitantes adecuados como para albergar en su seno todos los abismos.

Pero además de ser una escuela de la vida y para la vida, París era también una gran escuela filosófica y literaria.

Los que han conocido la influencia cultural que tuvo Francia en Europa y en Iberoamérica, sentirán extrañeza de que París haya dejado de ser el faro que fue. Cuando yo cursaba estudios universitarios en la capital francesa, París era La Meca de los estudiantes extranjeros y algunos maîtres à penser habían alcanzado una gran celebridad e influían poderosamente en las cofradías de pedantes de los dos lados del Atlántico. Aquellos intelectuales que fueron clasificados, a menudo erróneamente, de estructuralistas, supieron seguir la estela de los existencialistas, que tan bien habían sabido vender su angustia, y eran adorados por sus seguidores. Podían ser lo que fueran, pero mantenían vivo el mito de París como capital de las ideas, completamente vivo. No era fácil advertir entonces que iban a representar el canto del cisne, que iban a ser la última escuela de pensadores de París verdaderamente influyente y seductora.

Si me fío de los hechos y de las emociones que me azotaron en aquel tiempo, yo diría que el año 1980 fue fundamental para percatarse de que la demolición de un mundo y de una escuela se estaba dando ya, de forma fulminante y casi disparatada, pues ese año Barthes murió por causa de un estúpido accidente de tráfico que casi parecía un suicidio, murió también Sartre (uno de los tres grandes padres de todos ellos, los otros dos eran Lacan y Lévi-Strauss), y finalmente Althusser estranguló a su mujer una noche de angustia extrema, inconsciencia y locura. Sin olvidar que un año antes el filósofo marxista Nicos Poulantzas se había suicidado abrazado a sus libros y arrojándose desde el piso 32 de la megalítica torre de Montparnasse, símbolo total de capitalismo francés. Para volverse locos.

Tres años después, Foucault moría de sida, y 10 años más tarde Deleuze se suicidaba por defenestración. Pero aún quedaban dos miembros notables en relación con esa escuela: el más viejo y el más joven, Lévi-Strauss y Derrida, hace algún tiempo muertos, por lo que se puede decir que se trata de una escuela que ha pasado íntegramente a la historia.

Vista desde cierta distancia, creo que ha sido una gran escuela de pensamiento en la que se han albergado tres generaciones en el más amplio sentido del término: los padres (Lévi-Strauss, Sartre y Lacan), los hijos (Barthes, Deleuze, Foucault, Lyotard...) y los nietos (Baudrillard y Derrida), y en la que el marxismo, el existencialismo y, finalmente, el estructuralismo conformaron sus tres grandes ramas que en ciertos momentos se tocaron, en otros se entrelazaron y en otros se combatieron con furor casi vesánico. A su vez, todos ellos tenían como antepasado fundamental a Freud, con frecuencia en mayor grado que a Kant, Hegel, Marx, Nietzsche y Heidegger.

Concebida la escuela de forma simbólica, podría decirse que levantaron una hermosa torre de Babel, que luego fue destruida por sus últimos miembros y entre cuyos escombros ahora nos movemos. Dos generaciones de constructores, algunos muy ambiciosos y faraónicos, y otra más de demoledores desenfrenados y bastante neuróticos. Suele pasar hasta en las mejores escuelas y las mejores familias. Construir y destruir: pura unidad dialéctica ya proclamada en el Eclesiastés.

En muchos aspectos representaron el fin de un mundo y el comienzo de otro. Unos teorizaron la desarticulación del saber y otros llegaron incluso a encarnarla trágicamente.

Al margen de las irresponsabilidades en las que pudieron caer a veces, para mí representaron la parcela más noble y desinteresada del mundo de París. Eran amables y accesibles, les gustaba vivir, eran generosos con la virtud y el vicio, y les habría escandalizado el moralismo siniestro de nuestros días. He intentado seguir a mi manera esa tradición pero cada vez es más peligroso porque el mundo se ha vuelto muy feroz.

Hace poco anduve deambulando proustianamente por París y la ciudad me transmitió, además de emociones estéticas incomparables, cierta sensación de decadencia, aunque en más de un aspecto vi que seguía siendo la escuela que siempre fue. Un domingo, me senté en una terraza de la rue Saint-Antoine y empecé a ver ante mí un tranquilo carnaval: cada peatón era todo un personaje. Normal. Ciertas tradiciones tardarán en desaparecer de la Escuela de París. Como también va a tardar en desaparecer el espíritu de revuelta con el que periódicamente nos despierta: por ejemplo ahora. Como muy bien dice la prensa francesa, lo que ahora se está expresando en París y en el resto de Francia es un malestar difuso, lo suficientemente abstracto y general para que las cosas vayan a más. Si fuera así, que los otros países pongas sus barbas a remojar. Cuando Francia se duerme, se duerme todo el continente, de la misma manera que cuando Francia se altera el efecto de repetición en otros lugares está casi siempre asegurado.

Pero eso es también la Escuela de París. Acabo de llegar de allí y antes de coger el avión estuve desayunando en un café de la plaza de la Sorbona mientras veía una manifestación de estudiantes de Farmacia y Medicina. Algunos y algunas iban disfrazados de enfermeras porno, y se lo estaban pasando muy bien a pesar del frío. Dos se tiraron a la fuente, otro hacía el gesto de estar sodomizando a un padre de la patria de bronce que se erguía junto a la fuente, otros estaban intimando en medio del jolgorio. Los policías los observaban a distancia con muy mala cara, como si pensaran que aquello podía ser el comienzo de una hermosa amistad con profusión de disciplina inglesa. Los camareros miraban a las chicas con lascivia y reparo. Uno de ellos dijo: "Esas putillas solo entran al café para mear. Prohíbeselo y diles que el lavabo solo está a disposición de los clientes". "Vale", dijo el subalterno, el mismo que me susurró mientras me cobraba: "¿Sabe? Las cosas empiezan medio en broma y luego se disparan. Que pase usted una buena jornada".

Jesús Ferrero es escritor.

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