_
_
_
_
_
LA COLUMNA
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Corrupción e indiferencia

Josep Ramoneda

El PP de Valencia se sustenta sobre un sistema de corrupción del que cada semana salen noticias nuevas. El presidente de la Generalitat valenciana, dos presidentes de Diputación y un sinfín de cargos públicos populares están bajo sospecha, con imputaciones judiciales y con una lista inacabable de indicios racionales de responsabilidad penal. Pasan los días y Mariano Rajoy sigue practicando el cinismo, con su peculiar estilo que lo camufla como indolencia.

¿Por qué Mariano Rajoy asiste sin inmutarse al espectáculo de un partido metido en un enorme pantano de corrupción? Daré tres razones y media. La primera es la convicción de que la corrupción tiene escasa incidencia electoral. Tiene motivos Rajoy para creerlo. Los sociólogos lo confirman. Fermín Bouza ha demostrado con sus investigaciones que la corrupción no tiene influencia directa en el voto, aunque la puede tener indirecta, por la desmoralización del partido afectado o por los conflictos que puede producir en su seno. No hay ninguna duda de que el principal interés de los partidos es no perder votos y cualquier otra consideración decae ante la perspectiva de la victoria. Pero es indudable que el silencio de Rajoy -y la actitud defensiva del PP- en los temas de corrupción es una irresponsable contribución a que la ciudadanía vea la corrupción como algo completamente normal.

La segunda razón es que el Partido Popular valenciano está asentado sobre un sistema clientelar perfectamente extendido por todo el territorio. Y Rajoy piensa que el remedio sería peor que la enfermedad. Es decir, que si optara por renovar el partido, en la dimensión que la gravedad de la situación merece, la rebelión de la trama podría ser terrible para él y para el PP. El Estado de las autonomías -en el que está más descentralizado el gasto que el poder y la autoridad- favorece el caciquismo posmoderno. La comunidad valenciana ocupa un lugar alto en este ranquin.

La tercera razón es que Mariano Rajoy, por las razones anteriores, por el apoyo recibido en momentos difíciles por el presidente Camps, por los compromisos adquiridos con la vieja guardia y por las conexiones de las tramas corruptas con otras áreas del partido, no es libre para tomar la decisión que correspondería en pura responsabilidad democrática. Es decir, que Mariano Rajoy se debe a determinadas personas y no tiene la independencia necesaria para el ejercicio de su cargo.

La media razón (o cuarta, si se prefiere) es la pereza: cuánto trabajo tener que hacer un baldeo general en el partido valenciano y refundarlo con gente nueva. La inercia, tan típica de la peor cultura burocrática, pesa mucho en la vida de los partidos. Y lastra la vida pública. Los líderes pasan, pero los aparatos permanecen.

Entre los indicadores de la calidad de la democracia, la corrupción es el peor puntuado por la ciudadanía. Sin duda, esta percepción influye cuando los ciudadanos culpabilizan a la política y la señalan, en las encuestas, como uno de los problemas del país. Pero, a la hora de la verdad, el voto se mueve por dos parámetros: el paro y la situación económica; y la posición ideológica del votante. La corrupción no computa. Y en consecuencia, Rajoy prefiere no tocar nada. Si alguien cae que caiga por su peso, no será Rajoy quien le empuje. Es una táctica que deslegitima al presidente del PP, porque demuestra que no le importa en absoluto la calidad de la democracia española.

Cada vez que un partido político se enroca ante un caso de corrupción está dañando la democracia porque consolida dos ideas nefastas: que todos son corruptos y que ya se apañan entre ellos para protegerse. Y porque aumenta el distanciamiento de la ciudadanía respecto al sistema político. Por responsabilidad democrática, los partidos deberían ayudar a esclarecer los hechos y echar a los responsables. Casi siempre optan por lo contrario: encubrir y tratar de impedir que la acción judicial llegue a término. Gracias a la doctrina Trillo, el PP ha sido pionero en esta actitud. Primero, la gente lo toma con irritación, después, con escepticismo y, finalmente, con indiferencia. Y la indiferencia es letal porque deja al sistema democrático sin la actitud vigilante del ciudadano. Hay países en que se da por supuesto que la gente que se dedica a la política lo hace para enriquecerse. Con actitudes como la del PP, se acabará consiguiendo que España sea uno de ellos. Evitarlo está en manos de los ciudadanos. El día en que la corrupción cuente a la hora de decidir su voto, la actitud de los partidos cambiará rápidamente. A cada cual su responsabilidad.

Mariano Rajoy, presidente del PP, durante la inauguración del curso "Políticas públicas para la libertad y el progreso", el 26 de julio de 2010.
Mariano Rajoy, presidente del PP, durante la inauguración del curso "Políticas públicas para la libertad y el progreso", el 26 de julio de 2010.GORKA LEJARCEGI

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_