_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La cena de Camps

En 1998 Francis Veber, rodó una excelente película de cuyo guión, también obra de teatro, era además autor: La cena de los idiotas. Muchos de ustedes la recordarán, pero por si acaso dejen que les haga una breve sinopsis. La película contaba el peculiar ritual gastronómico que ocupaba a un grupo de adinerados parisinos, consistente en competir entre ellos para dilucidar al fin, quien era capaz de invitar a una cena a la que semanalmente se convocaban, al mayor de los idiotas.

El idiota, ajeno al auténtico propósito de la cena, exponía sus opiniones y su particular visión de la vida a un auditorio que, en un ejercicio de inusitada hipocresía, fingía estar interesado en el discurso del idiota invitado, cuando en realidad solo esperaba poder medir con precisión la auténtica dimensión de su idiotez.

A diferencia de François Pignon, protagonista de la obra de Veber, Francisco Camps no ha construido la Tour Eiffel con cerillas, eso es cierto. Él nunca ha sido hombre de miniaturas ni de baratijas. Su arquitectura es más faraónica, y lo que mejor se le da, es lo inmaterial, de ahí su obra maestra de construcción: una catedral de corrupción y ridículo. Como a Pignon, a Camps también le montaron el viernes una cena. Centenares de rostros bronceados bajo el sol de agosto y trajeados de blanca y almidonada ropa volvieron, porque ya habían estado allí, a Teulada, para intentar establecer la magnitud Camps.

Allí, alienado de la realidad que le circunda, Camps renunció a cualquier propuesta política a una comunidad sumida en la peor crisis institucional y económica de su historia, mientras él está ocupado en diseñar estrategias para zafarse de la acción de la justicia y de los que le tienen ganas en su partido, y por eso, todas sus respuestas se limitaron a una colección de metáforas vegetales de dudoso mérito literario. Dejó claro que no piensa abandonar el aforado parapeto de su escaño y, si Calígula se proclamó ante sus estupefactos senadores Dios, él, ante su selecto séquito de togados palmeros, sencillamente, se proclamó inmóvil. Olvidó Camps que ya se ha movido varias veces. Una de ellas, la más sonada, desde el Palau de la Generalitat al Palau de Justicia y desde su escaño al banquillo en el que le interrogó el juez del Tribunal Superior de Justicia valenciano.

Camps volvió a abochornar a propios y extraños con su mesiánico discurso: "El que no es como yo no es valenciano". Mientras, Ripoll buscaba, después de tanto despreciarlo, de nuevo acomodo en el cesto de las manzanas podridas.

Rajoy ponía kilómetros por medio para no tener que oír a Paco, su Paco, decir aquello de que todas sus desgracias son culpa de Zapatero, consciente como es el gallego, de que fue él y no Zapatero quien le presentó a Correa. En todo caso, ¿cómo no entender a Rajoy? Quién va a querer asistir a un funeral en Teulada pudiendo estar de boda en Málaga.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Ante el pasmo de su auditorio, se adentró Camps en los pantanosos caminos de la retórica que Blasco le presta, y sorprendió a su público recetando ansiolíticos a la oposición, digo yo que en calidad de marido de farmacéutica. Atrevido argumento, sin duda, viniendo de alguien que a menudo suscita la incógnita sobre si el origen de sus inexplicables euforias parlamentarias es sólo física.

No sé si al final Camps salió en el mismo furgón en el que le llevaron. Resulta chocante, con el miedo atávico que Camps tiene a las furgonetas, pensar que se subió a uno de estos artefactos solo para evitar a la ciudadanía congregada en la puerta del evento. No sé si su abogado le recomendó que vaya acostumbrándose a este tipo de vehículos o lo hizo para poder llevarse a casa la tarta que, según las crónicas le regaló el aspirante a sustituto, Esteban González Pons, mientras le cantaba aquello de Happy birthday mister president vestido de Marilyn. Solo se que leer la prensa el día después, produce un escalofrío de vergüenza ajena. Pero además, y acabando por dónde empecé, permítanme una pregunta: ¿Los adinerados parisinos del PP, ya han determinado la auténtica dimensión y categoría de su invitado o van a ser necesarias, para una más correcta evaluación de su nivel, más invitaciones a cenar a Camps?

Carmen Ninet es portavoz adjunta del Grupo Parlamentario Socialista

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_