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Columna
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Picadillo

Estudié de niña en un colegio que quedaba cerca de la Tabakalera donostiarra, cuando aún era una fábrica de tabaco. A menudo, cuando allí efectuaban alguna de las tareas propias del proceso -alguien me dijo que se trataba de la picadura-, salía del edificio un olor penetrante que llegaba hasta nosotros. No recuerdo si entonces ese olor me gustaba, pero, en cualquier caso, lo consideraba una parte valiosa del paisaje. Y estoy segura de que si hoy volviera a encontrármelo sería para mí una forma de magdalena proustiana, un potente agitador de recuerdos, sensaciones y metáforas. E insisto en la metáfora, porque aquel olor del colegio me ha hecho crecer asociando el tabaco a la materia educativa.

Nadie nace fumando; o a fumar se aprende, es decir, que se enseña. Quienes se inician en el hábito lo hacen por imitación u obedeciendo a lógicas de contagio más activas y organizadas. Hay una "educación" social y empresarial hacia el consumo, pero el tabaco también está relacionado con la educación cívica. Entiendo que fumar o no hacerlo constituye, en todas las ocasiones en que ese acto es público, una expresión de (des)consideración hacia los demás. Acabo de leer que, según un reciente sondeo, el 61% de los vascos aprueba la prohibición de fumar en lugares cerrados. Me incluyo en ese grupo. Y creo que el oponerse a esa medida se podrá argumentar, tal vez, sobre la base de los intereses, pero, desde luego, no se puede justificar sobre la de los principios. Sabemos de sobra que fumar es nocivo y que hacerlo al lado de otro es mucho más que molestarle -que también-; es perjudicar su salud, es decir, poner en riesgo su vida.

El debate sobre el tabaco se está centrando en esa medida que afecta a los locales públicos -y que ya es norma en la mayoría de países de la UE, incluso en algunos, como Italia, con quien compartimos muchos hábitos de ocio- y ese enfoque puntual hace que otros aspectos, tanto o más serios, de la cuestión queden en segundo plano. Me refiero fundamentalmente a la renovación generacional del consumo de tabaco. No sé si en alguna de esas encuestas de opinión se ha tratado de averiguar alguna vez cuántos ciudadanos preferirían que los jóvenes no empezaran a fumar; cuántos consideran lamentable, tanto en lo individual como en lo social, que lo hagan. Estoy convencida de que la inmensa mayoría de la gente, mucho más de ese 61% citado, desearía que los jóvenes no se iniciaran en ese hábito (un hábito del que, por otra parte, la mayoría de los practicantes adultos quiere escapar). La noticia de que las tabacaleras han rebajado el tabaco de liar hasta un nivel que casi no les aporta beneficio merece, en ese sentido, ocupar la portada del debate sobre el tabaco y mantenerse ahí. Esa picadura barata puede ser para muchos jóvenes una atractiva puerta de entrada en el consumo de tabaco, esto es, en el proceso de hacer con su propia salud a la larga (y a veces no tanto) una forma de picadillo.

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