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Reportaje:

Las catacumbas de los juzgados

Los calabozos de plaza de Castilla tienen pésimas condiciones

Juan Diego Quesada

Hace 20 años, los decoradores de unos grandes almacenes bajaron a los calabozos de los juzgados de la plaza de Castilla e idearon un cambio radical: camas individuales, preciosas mamparas para el baño y azulejos caros que recubriesen las paredes. Aquello duró dos días. Los detenidos, muchos de ellos yonquis sin metadona a los que los muros se les venían encima, destrozaron los catres. Algunos utilizaron trozos de cristal para batirse en una riña o directamente para rajarse las muñecas. De eso ya no queda nada. Una funcionaria abre hoy la puerta de una celda, donde cinco tipos con cara de tener un día de perros se acomodan como pueden en los asientos de cemento. Un sexto orina en un váter que hay en la esquina, a la vista de todos. En la pared del fondo se puede leer: "Cristo es mi única salvación".

La entrada a los calabozos está franqueada por dos guardias civiles
En los años setenta los golpes de los presos en las puertas eran terribles
La sede de los juzgados de instrucción tiene 40 años de antigüedad
Las pilas de papeles se acumulan en los despachos de los secretarios
Los familiares les gritan a través de unos ventanucos a pie de acera
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"Soy inocente, por supuesto", afirma un detenido delante del juez de guardia

El juez Marcelino Sexmero ha llegado temprano a los juzgados. Le toca guardia de juicios rápidos. A diario, en el edificio trabajan dos juzgados de detenidos, uno de diligencias, tres de rápidos y uno de faltas, que cierran en festivos. Por aquí pasan una media de 80 detenidos al día. Por un asesinato o un delito de tráfico. O alguien como Salvador, un hondureño que no tiene papeles. Su mujer y su hija pequeña llevan desde primera hora esperándole en la puerta. No importa cuál sea el delito. Todos pasan por los mismos calabozos de uno de los mayores complejos judiciales de España.

El furgón del Cuerpo Nacional de Policía ha ido recogiendo hace un rato a los detenidos por las comisarías de la ciudad y pasadas las diez de la mañana atraviesa el garaje de los juzgados. Llegan esposados. Los funcionarios de Instituciones Penitenciarias les reparten por las celdas de los calabozos. Un par de presos que cumplen condena han limpiado las dependencias, arrastrando un carrito. Los calabozos forman una galería alargada con habitáculos a uno y otro lado. A la puerta esperan, trajeados, los abogados, la mayoría de oficio, y un tipo con vaqueros y patillas largas. Es un traductor de bengalí. El juez Sexmero observa con detenimiento cómo llegan.

El magistrado sube después a su despacho. Acomoda nada más entrar unos papeles que le trae el secretario judicial. Una pareja de guardias civiles llega con el primero de los detenidos: un hombre con barba de varios días que perpetró, supuestamente, un robo con violencia. Le han leído sus derechos en la celda, y en el despacho, una vez que asegura que quiere declarar, se somete primero a las preguntas de Sexmero y después a las del fiscal.

El abogado defensor no suele hacerle preguntas a su cliente: "Lo mejor que puede pasar es que meta la pata. Es mejor estarse calladitos", cuentan a la puerta del interrogatorio. El detenido dice que él no ha sido, que lo han confundido, menuda mala suerte, pasar por ahí y que le detengan. "Es de locos. Habrá sido otro tío parecido a mí", se excusa. Lleva las esposas. No para de mover la pierna y a la mínima saca una risa nerviosa que nadie le corresponde. Nada más terminar de declarar, pregunta: "Bueno, ¿saldré hoy a la calle, no?". Sexmero, firme, mirándole a los ojos, le dice que no, que al final del día ingresará en prisión. El detenido se queda pálido. Su abogado le pregunta que qué tal se encuentra. Antes de que acabe la frase, el detenido pone los ojos en blanco y se desploma. Tiene muchos antecedentes policiales, pero es la primera vez que va a entrar en prisión.

El edificio de los juzgados tiene 40 años de antigüedad. Las salas de instrucción se han quedado pequeñas. En un habitáculo de 20 metros cuadrados, con la foto del Rey de fondo, se agolpan el juez, otros cuatro funcionarios, el detenido, su abogado, los guardias que le escoltan... El ambiente se hace insoportable. "Los juzgados necesitan una reforma urgente", explica el magistrado mientras se desabrocha la corbata en un descanso. En principio, todo el complejo iba a trasladarse a Valdebebas, en el proyecto estrella de la Consejería de Justicia de la Comunidad de Madrid. Se conocía como el Campus de la Justicia, presentado por Esperanza Aguirre como el más grande del mundo. Los mejores arquitectos del planeta estamparon su firma en los planos que juntaban las 23 sedes judiciales repartidas por toda la ciudad, pero en gran medida se iba a financiar con la venta de este edificio. La bajada del precio de los inmuebles ha bloqueado la operación. "No hay fechas de traslado ni de nada. Por lo tanto, lo mejor es que este edificio sea remodelado", apunta el juez, que antes de llegar a Madrid pasó varios años destinado en el País Vasco y sabe lo que es estar en una lista de objetivos de ETA.

Tiene algo de arcaico el edificio de la plaza de Castilla, como si sus entrañas de hormigón representasen la lenta y pesada maquinaria de la justicia. Basta con ver las torres de papeles apilados en los despachos de los secretarios. Los ordenadores se cuelgan en el momento más inoportuno ("el sistema informático está obsoleto", añade Sexmero) y los jueces, además, se quejan de la escasez de guardias civiles. Eso provoca que los detenidos suban a cuentagotas a los despachos. A veces pasa media hora entre uno y otro. Interrogatorios que deberían acabar a media tarde a veces se prolongan hasta la medianoche.

Para bajar a los calabozos, como hace Sexmero después de comer, hay que hacerlo en ascensor o a pie, a través de una escalera de caracol. En el camino van apareciendo esposados que van o vienen de un interrogatorio. Es una imagen lastimosa. La entrada a la galería de los calabozos está franqueada por dos guardias civiles. A mediodía, las catacumbas del edificio parecen un zoco persa: abogados defensores, funcionarios de prisiones, traductores, voluntarios que reparten metadona, médicos forenses. Van de aquí para allá. El jaleo se interrumpe a veces por el ruido de los portones de las celdas. Aunque ahora es todo mucho más tranquilo, explica un funcionario que lleva aquí toda su vida. Recuerda que en los años setenta los golpes de los detenidos en las puertas eran terribles y que no había forma de pararlos. Era la época de la heroína, los asaltos a las farmacias, no había nada que pudiera calmar a los drogadictos y las cuatro paredes se convertían en su infierno. Golpeaban las puertas con los zapatos (pum, pum, pum). Eso es historia: ahora los voluntarios del Servicio de Información del Drogodependiente (Sajiad) reparten metadona a quien lo pide. Así les calman el mono.

El secretario judicial, cuando lee los derechos, da la posibilidad al detenido de hacerse un análisis de sangre y orina para ver si es consumidor. "Casi todos lo piden", cuenta Sexmero, "a la hora de ser juzgados se puede tener en cuenta como atenuante". Al segundo, el juez se acomoda en un despacho de los calabozos, apenas a unos metros de las celdas. Así no pierde tiempo entre que suben y bajan al detenido.

El siguiente en aparecer por su despacho es un boliviano que ha sido detenido en el aeropuerto de Barajas hace cinco horas. Un perro de la policía encontró en su maleta varios kilos de cocaína que iban escondidos en unos pasteles típicos de su país. "Un amigo me dijo que se los trajera como regalo a un pariente. Ni idea de lo que había ahí dentro, mi señoría", suelta nada más sentarse. Su mujer ha sido también detenida y en breve será interrogada. "Por esto puede pasar en la cárcel ocho o nueve años", dice el juez, muy acostumbrado a estos casos. Casi siempre es la misma historia. Imposible saber si la excusa que cuentan es verdadera o falsa.

Al salir, el hombre boliviano se cruza con su esposa, que tiene los ojos hinchados de tanto llorar. "Perdona", es lo único que se escucha. Un funcionario le da una bolsa con bocadillos, zumo y fruta. La comida viene directamente de las cárceles, como si quisieran decirles que es lo que se van a llevar a la boca en los próximos años de su vida. De todos modos, el sabor carcelario del tentempié pronto va cambiar. Se está adecuando una sala vacía con un horno de pan, fogones y cámaras frigoríficas para que se pueda cocinar.

En la mayoría de los juzgados de España, la policía y la Guardia Civil se reparten el tratamiento de los detenidos, pero en la plaza de Castilla es diferente. Los funcionarios de Instituciones Penitenciarias, debido al gran volumen de detenidos, se encargan de todo el trámite.

Uno de los funcionarios de Instituciones abre la celda para pedirle a Manuel que salga. Una secretaria judicial le suelta una retahíla en medio de la galería. Manuel hace como que escucha con una media sonrisa. Tiene una larga melena rizada, dos esclavas de oro y una medalla al cuello que reluce. Ha pasado la noche anterior en el calabozo de la comisaría y lleva medio día encerrado en la celda, pero aparece hecho un pincel. Le encontraron dos gramos de cocaína en un bolsillo. La policía dice que iba vendiendo. Él que sólo se la guardaba a un amigo. "Soy inocente, por supuesto", aclara a las primeras de cambio sin que nadie le haya preguntado todavía. De fondo, como un ruido de ultratumba, se escucha "Ay mi Manuel, ay mi Manuel".

Los gritos provienen de la calle de Bravo Murillo, adonde van a dar las celdas de los detenidos. Los familiares les gritan a través de unos ventanucos situados a pie de acera. A cualquier hora, cualquier día de la semana, puede verse a una veintena de personas tiradas en el suelo comunicándose con los presos. "Oiga, ¿me oye?", se escucha desde la calle. "Sí, dígame". "Mire, le voy a dar el número de teléfono de mi mujer. Dígale que estoy preso. Seguro que anda buscándome como loca por toda la ciudad", dice el preso a un desconocido. La mujer llegará media hora más tarde y pasará las siguientes cuatro hablando con él a través del ventanuco. Sólo a veces lo dejará libre para que otra persona se comunique. De vez en cuando un guardia civil sale a la calle para disuadir a los familiares. Está prohibido comunicarse con los detenidos, pero una vez que vuelve a entrar el guardia, se restablecen los diálogos que buscan consuelo.

Pasadas las siete de la tarde, una tanda de detenidos queda en libertad. El clan de Manuel, el detenido de las esclavas de oro, compuesto por unos 30 hermanos, primos y la abuela, vitorea al joven a la salida de los juzgados. Manuel abre la bolsa de las pertenencias que dejó a la entrada y saca un cinturón, una cartera y el móvil. A medida que van saliendo los puestos en libertad, el suelo de la calle se llena cada vez más de bolsas con las siglas de la policía. Al caer la noche, los familiares de los que van a prisión siguen arrodillados ante el ventanuco. Se cuentan las últimas cosas. Las más cotidianas. "Olvidé una lavadora puesta. Tiéndela", le dice un detenido a su mujer. Minutos después, el furgón sale por la cochera y pone rumbo a la cárcel.

Un preso limpia la entrada a los calabozos.
Un preso limpia la entrada a los calabozos.CARLOS ROSILLO
Un guardia civil observa cómo unos familiares hablan con los detenidos desde la calle.
Un guardia civil observa cómo unos familiares hablan con los detenidos desde la calle.CARLOS ROSILLO

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Sobre la firma

Juan Diego Quesada
Es el corresponsal de Colombia, Venezuela y la región andina. Fue miembro fundador de EL PAÍS América en 2013, en la sede de México. Después pasó por la sección de Internacional, donde fue enviado especial a Irak, Filipinas y los Balcanes. Más tarde escribió reportajes en Madrid, ciudad desde la que cubrió la pandemia de covid-19.

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