Garbanzos entre espejos de 1880
LHARDY, un clásico de Madrid, mantiene vivas especialidades documentadas en el siglo XIX
Para no pocos aficionados al cocido madrileño, la receta de Lhardy dejó de ser lo que era a raíz de la enfermedad de las vacas locas (encefalopatía espongiforme bovina), momento en que de sus ollas desaparecieron los huesos de caña, uno de los 12 ingredientes cárnicos que intervenían en el plato. Aun así, y a pesar de la ausencia de tuétano, continúa figurando entre los tres mejores de la capital, al margen del que se sirve en El Charolés (en El Escorial), un santuario para los devotos de este monumento culinario. En Lhardy se presenta en dos vuelcos. Primero la sopa, perfectamente desengrasada, con sabor a carnes, legumbres y hortalizas. Y después los garbanzos con repollo y patata, además de gallina, pollo, falda y morcillo de vaca, tocino, punta de jamón, chorizo, salchicha, morcilla y el clásico relleno. Conjunto que se adereza con aceite de oliva o salsa de tomate.
LHARDY
PUNTUACIÓN: 5,5
DirecciónCarrera de San Jerónimo, 8. Madrid. Teléfonos: 915 22 22 07 y 915 21 33 85. Cierra: domingos noche. Precios: entre 50 y 100 euros por persona. Callos, 28 euros. Cocido madrileño, 35 euros. Lenguado al champagne, 35 euros. Suflé sorpresa, 13 euros.
Con toda seguridad algo semejante al que se ofrecía en sus mesas en 1839, cuando su fundador, el cocinero francés Emilio Huguenin, inauguró este reducto del Madrid cortesano del segundo imperio. Un profesional que adoptó como apellido el nombre de su propio establecimiento y cuya labor continuaría Agustín Lhardy, su primogénito, a quien se le atribuyen múltiples anécdotas en pleno fulgor del romanticismo. Si el interiorismo actual, que realizó Rafael Guerrero en 1880, con arañas de gas en el techo, papeles pintados, grandes espejos, cornucopias y objetos en bronce oro, constituye un viaje en el tiempo, la carta no lo es menos.
Influencia francesa
Junto al segundo de sus platos icono, los callos, muy renombrados en épocas pretéritas, correctos aunque demasiado grasientos, Lhardy ofrece especialidades documentadas en el siglo XIX, todas con el rango de recetas vintage. Auténticas reliquias gastronómicas que deberían preservarse a toda costa a pesar de que se tilden de anacrónicas. La mayoría, de clara influencia francesa, como su petite marmite o la sopa marinera al pernod, que intenta rememorar la clásica bullabesa. Y también los lenguados al champán, que figuran en el recetario de Escoffier, el gran cocinero galo.
¿En qué otros restaurantes europeos se puede degustar los turnedós Rossini, cuya paternidad se atribuye a Adolfo Dugléré, quien los preparaba en el café Anglais parisiense a mediados del XIX? Lástima que la interpretación que Lhardy hace de tales propuestas no alcance el nivel deseable. Como ejemplo, la ternera Príncipe Orloff, versión ni tan siquiera discreta, en la que los filetes de carne se han de cubrir con una fritada de cebolla y setas y salsa besamel antes de gratinarse. Un plato de la cocina franco-rusa, atribuido a Urban Dubois, quien trabajaba al servicio del príncipe Orloff, ex embajador de Rusia en Francia. Mejor suerte corre la perdiz estofada con cebollitas, zanahorias y panceta de cerdo, a la que perjudica la endémica insipidez de estas aves silvestres criadas en granja.
Tampoco los dulces escapan al halo de la historia. El más representativo, su excelente suflé sorpresa o tortilla Alaska (bizcocho y helado protegidos por una capa de merengue), que inventó el físico americano Benjamin Thomsom en 1804 para demostrar la incapacidad de las claras de huevo para conducir el calor. Otros dos de sus postres, las peras Bella Elena y la espuma de chocolate, pasan sin pena ni gloria.
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