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Columna
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El Obama definitivo

Lluís Bassets

La lista de los Nobel de Medicina y Fisiología, galardón creado en 1901, es un buen baremo para calibrar la calidad de la medicina norteamericana. En la última década sólo un año no ha sido para sus investigadores. En los últimos 40 años, se ha ido de vacío sólo en siete ocasiones. Estados Unidos está en cabeza de la investigación desde la Segunda Guerra Mundial. Tiene la mejor medicina, los mejores investigadores y hospitales, y a la vez uno de los peores sistemas de salud del mundo desarrollado. Es una medicina cara e ineficiente, y además escandalosamente injusta. Todo cuesta el doble que en el resto del mundo desarrollado. Pero la esperanza de vida es más baja. El número de personas que quedan fuera de cobertura crece de forma constante y se calcula que puede estar ya en 47 millones.

Hemos visto qué sucede cuando se pasa de las palabras a los hechos. La realidad es de pedernal

La reforma del sistema de salud norteamericano es la piedra miliar de la presidencia de Obama. Si la culmina, habrá alcanzado el principal objetivo que se proponía. No es únicamente una cuestión de equidad con quienes están ahora sin cobertura médica, sino de viabilidad de un sistema que clama por su reforma desde hace 70 años. De ahí que desde el primer día haya sido el tema al que más tiempo, energías y reuniones le ha dedicado. Durante más de medio año la Casa Blanca ha conducido el proyecto como si fuera una campaña electoral. Se trataba de convencer naturalmente a los senadores y congresistas para que dieran su voto, pero también de cambiar la opinión pública y frenar los ímpetus de la derecha republicana y de los grupos de presión hostiles. No ha sido una batalla, sino una verdadera guerra de desgaste, en la que no han faltado las mentiras y las canalladas propias de las guerras. La derecha le ha acusado de organizar tribunales para dictar la eutanasia contra ancianos y minusválidos, de querer socializar la medicina y de recortar la actual asistencia a los ancianos (Medicare). Obama ha dejado muchas plumas en el combate. Su popularidad ha caído. Sus propósitos de presidencia transversal por encima de los partidos (bipartisan) han quedado en nada. Ha tenido que partirse la cara para hacer el más mínimo paso y lo ha conseguido con un retraso preocupante respecto a sus propósitos: la reforma debía estar lista y aprobada justo después del verano, y no lo estará probablemente hasta principios del año próximo: lo mismo que con el cierre de Guantánamo.

Al acercarse al primer aniversario de su instalación en la Casa Blanca, Obama está llegando a su punto crítico, el momento en que finalmente será posible atisbar el perfil con el que va a pasar a la historia. Durante este año ha pronunciado de momento los mejores y más bellos discursos. Pero ya hemos visto qué ha sucedido cuando se ha pasado de las palabras a los hechos. La realidad es de pedernal: dura y exasperante. Hasta aquí llega su yes we can. Ahora resulta que el maravilloso primer presidente negro de los Estados Unidos no convence a nadie, ni a una derecha que le detesta ni a una izquierda que esperaba mucho más de él. Ha decepcionado en Afganistán, a unos porque ha fijado una fecha para empezar la retirada y a otros porque es responsable de una escalada. Ha decepcionado en Copenhague, a unos porque no creen en el cambio climático y a otros porque le consideran responsable de dinamitar el proceso multilateral, y lo ha sustituido por una declaración de los que más contaminan en la que no se cifran objetivos ni compromisos. Va a decepcionar también con la reducción del arsenal nuclear, que no gusta a quienes piensan que EE UU debe mantener su supremacía pero tampoco a quienes piden reducciones más drásticas. Y decepcionará también con su reforma del sistema sanitario, que para la derecha significa una intromisión intolerable del Estado donde no le llaman y para la izquierda un paso más que insuficiente, sin opción a una sanidad pública, que seguirá dejando a muchos norteamericanos e inmigrantes fuera de toda cobertura (27 millones, según cifras de Financial Times).

Esto es Obama y esto será Obama en el futuro: palabras sublimes y hechos mediocres. A menos que tropiece con una circunstancia excepcional, de las que marcan una presidencia. Puede ser adversa: un enfangamiento en Afganistán que desemboque en un Vietnam insoportable. O favorable: que una constelación de voluntades, hasta ahora inexistente, conduzca a la creación del Estado palestino y a la paz. Sólo un imprevisto, o la economía, claro, pueden cambiar esta imagen que está a punto de convertirse en definitiva. Si es un hecho negativo, teñirá de gris incluso sus ya mediocres logros y Obama será como Carter, Johnson o como máximo Clinton. Si es positivo -esa paz imposible en Oriente Próximo; o una nueva era de prosperidad-, entonces los teñirá de oro y será Lincoln y Roosevelt, como había soñado.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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