Cómo el botones Correa llegó a ser Don Vito
El presunto jefe de la trama Gürtel trabajó en agencias de viajes antes de especializarse en el ocio para ejecutivos. Su llegada al entorno del PP corre paralela a sus primeros negocios inmobiliarios
Francisco Correa Sánchez es ahora un apestado. No tiene amigos. Fuera de la cárcel nadie se atreve a reconocer que tuvo relación con él, que le trató con asiduidad, y mucho menos que le acompañó en algunas de esas fiestas que tan bien organizaba. Claro está, nadie disfrutó de los servicios de la mujer que le acompañaba con frecuencia, una belleza eslava cuyo disfrute él ofrecía generosamente. Para ser un hombre que agasajó con regalos y atenciones a tanta gente, sus pasos no han dejado huella, fuera de un voluminoso sumario judicial. Nadie quiere hablar de Don Vito, como parece gustarle que le llamen. Dado el apodo, tampoco es de extrañar la ley del silencio a su alrededor.
Del hombre de quien más se ha escrito en el último medio año, el que ha hecho temblar los cimientos del PP, todavía amenazados por la persistencia de actividad sísmica a corto plazo, predomina una sola imagen fotográfica. Es la foto de su presencia en la boda de Alejandro Agag y la hija de Aznar, como si Correa no hubiera hecho otra cosa en la vida que asistir a ese enlace. La misma escasez de imágenes suyas es toda una evidencia: quien tenga una foto suya, no la muestra en público. No se atreve.
Los ejecutivos eran su mercado. Cómo entenderlos, cómo entretenerlos, cómo satisfacerlos
Viajaba con frecuencia y buscaba residencia en algún lugar donde no existiera tratado de extradición con España
No tiene amigos. Ni conocidos. Nadie alza la voz en su defensa. Incluso su actual mujer alegó ante el juez que apenas tenían relación en los últimos tiempos. Si acaso, hablaría en su favor su fiel acompañante, Andrés Bernabé Nieto, su chófer, el hombre que todavía se ocupa de algunos menesteres fuera de la cárcel. Andrés vigila que nadie moleste a sus ancianos padres y a su hermano mayor, aquejado de una parálisis cerebral. Su padre (José Francisco, 98 años, zapatero en su juventud; de él hay una referencia en la prensa de 1933 por pegar unos pasquines en su pueblo alentando a la revolución comunista) vive en una residencia y su madre (Concepción, 91 años) es la única persona que llora por su hijo Paquito, a quien todavía no han permitido visitar en la cárcel. Concepción desconocía sus actividades, salvo que las cosas le estaban marchando muy bien en los últimos años: los padres se habían mudado de un modesto piso en el barrio de Carabanchel a un lujoso inmueble relativamente próximo a la antigua estación de Príncipe Pío, el lugar donde comenzó la vida de los Correa cuando se desplazaron de Casablanca a Madrid a primeros de los 60. Allí, enfrente de la estación, trabajó el señor Correa como encargado de la lavandería de un hotel. Y allí empezó a trabajar Paquito a los 13 años como botones.
Concepción está asustada por lo que ve en la tele y lo que lee en los periódicos. "La política", dice entre sollozos, "¡por qué mi Paquito se metió en política!", se lamenta. Concepción no repara que vive en un piso que no parece acorde con el estatus de una pensionista que ha de mantener a un hijo incapacitado. Se advierte en los detalles (paredes blancas, despejadas, macetas poliédricas también blancas perfectamente alineadas en el suelo, un cuadro abstracto en la pared, una cocina moderna) que el piso está decorado por un profesional. Concepción disfrutaba de esas comodidades hasta la mañana del 6 de febrero pasado cuando tres policías llamaron a la puerta. Aquella mañana fue muy confusa: la pidieron la clave de la caja fuerte instalada dentro del armario de su dormitorio. La clave era tan simple que no parecía aventurar ningún hallazgo: "1-2-3-4-5-6-7-8-9". Y, efectivamente, así fue: joyas de escaso valor y algo de dinero. Poco. La policía se fue y no ha vuelto. Por ahí, sólo pasa el chófer de Correa, que se ocupa, junto a la asistenta, de que nadie moleste a esta mujer, que ha despertado en medio de una pesadilla que probablemente le acompañe hasta el final de sus días.
Aquella mañana, la policía registró otras cajas de seguridad. En algunas no encontró otra cosa que sobres vacíos y gomas elásticas, las mismas gomas que, en otras cajas, abrazaban fajos de billetes. El pequeño imperio que presuntamente había creado Francisco Correa se manifestaba sin pudor en los registros: dinero, joyas, relojes, documentos y cuadernos con anotaciones manuscritas, simples y modestas libretas de tapa azul, eso sí algunas recogidas en una carpeta de cuero de Louis Vuitton. Correa tenía muy claro cómo funciona la condición humana. Quienes se han atrevido a intervenir en este reportaje, aunque sea bajo la protección del anonimato, así lo atestiguan.
Y es que los inicios de la carrera de Francisco Correa determinan cómo fue su aprendizaje. De aquel botones de 13 años que trabajaba en uno de los hoteles frente a la estación de Príncipe Pío, convertida desde hace unos años en centro comercial, no hay un recuerdo definido, salvo que hubo en tiempos un tal Paquillo, "que era muy espabilado". Posiblemente, ése era el pequeño Correa que hizo carrera haciendo disfrutar de su estancia a los turistas. De esa dedicación al ocio ajeno hizo una profesión, porque Francisco Correa entró a trabajar en una sucursal de Viajes Meliá próxima al hotel. Tenía a su favor una ventaja: dominaba perfectamente el francés, consecuencia de los años vividos en Casablanca, donde nació y se crió. De hecho, el francés fue en aquellos tiempos su lengua materna; tanto es así, que su hermano Miguel todavía se comunica con su madre en esa lengua. En uno de los viajes a Palma de Mallorca organizados por el joven Correa conoció a su primera mujer, María Antonia. Ella tenía 16 años y disfrutaba de un viaje de fin de estudios.
Los primeros pasos de Correa se desarrollaron en un entorno muy próximo a la estación, pero de aquello quedan pocas huellas por razones coyunturales. Viajes Meliá desapareció y fue adquirida por Viajes Halcón. Como también se cerró la sede central de Wagons Lit, sita en la calle Marqués de Urquijo, donde dirigió sus pasos después. Allí llegó a ser director comercial. Correa se había casado con María Antonia, viajaba mucho, comenzaba a tener éxito en una nueva rama de la industria turística: la organización de convenciones para empresas y los viajes de incentivos para ejecutivos. Tan bien le iban las cosas que decidió establecerse por su cuenta y montó una agencia, FCS (responde a las iniciales de su nombre) con sede en la calle Blasco de Garay. Uno de sus mejores momentos fue asistir a una entrevista con Luis del Olmo en el programa Protagonistas: Correa era por entonces un experto a la hora de hablar sobre las condiciones de vida de los ejecutivos.
Los ejecutivos eran su mercado. Cómo entenderlos, cómo entretenerlos, cómo satisfacerlos, como hacerles disfrutar del escaso tiempo que les deja su estresante vida. Conocía la noche, tenía las llaves para abrir la coraza bajo la que el ser humano esconde sus miserias. Y tenía un pico de oro.
Había tenido un hijo, que nació con una dolencia incurable (fibrosis quística). Le pronosticaron un año de vida, pero vivió 13. Su ex mujer, María Antonia, se atrevió a dirigir una carta al diario El Mundo en la que expresaba su dolor por aquellos años y aquella ausencia reiterada de un padre que no quiso saber nada del sufrimiento de su hijo: "Durante esos años, su padre no se ocupó un solo segundo de su hijo", escribió en esa carta María Antonia: "No voy a consentir que este hombre vuelva a dar pena ni fuera ni dentro de la cárcel como al parecer ha hecho estos años". "Mi hijo murió en 1996", añadió, "una persona que pierde lo que más quiere en esta vida no tiene ánimo de dedicarse a hacer esa gran fortuna, yo estuve con una depresión profunda durante cinco años y por ello dejé hasta mi trabajo, no podía resistir su falta, no así él, que aprovechó bien el momento para hacerse con dinero y, en cuanto su hijo murió, no dudó en aceptar el importe de la mitad de la casa donde vivíamos su hijo y yo, y que todavía estoy pagando, no le remordió para nada coger ese dinero después de no haberse ocupado de su hijo enfermo durante trece años".
En 1996, la vida de Francisco Correa ya había dado un vuelco. Mantenía por entonces una relación sentimental con otra mujer, María del Carmen Rodríguez Quijano, con la que se casaría en 1997 en Marbella. Los casó la alcaldesa Marisol Yagüe, luego imputada por el caso Malaya.
Marbella. Correa había empezado a transitar por el entorno marbellí con todo lo que ello significa: conducía coches de alto standing, comenzaba a relacionarse con el lujo y con el tipo de amistades que te pueden abrir puertas. Había fracasado en un negocio inmobiliario en Pozuelo, uno de sus primeros pasos en este tipo de actividad tan lucrativa, pero tenía un soporte: su mujer. Mejor dicho, quien iba a ser su suegro. Porque María del Carmen era hija de Emilio Rodríguez Bugallo, un conocido constructor en Madrid, propietario de Construcciones Salamanca. Algunos amigos de Emilio recuerdan que no veía con buenos ojos la relación de su hija con Correa, una relación que había nacido de una forma un tanto particular: ella era la cuñada de la vecina de arriba en el piso donde vivía Correa con su primera mujer. A su fama de pico de oro, Correa añadía la de mujeriego, pero esa relación en concreto fue interpretada de otra manera por alguna gente: "Correa dio un braguetazo".
Su nueva mujer tenía un perfil muy diferente: educada en colegio caro, pija y dispuesta para colaborar en las actividades de su marido. Cuando años después entró a trabajar como jefa de gabinete del alcalde de Majadahonda, Guillermo Ortega, recibió un sobrenombre entre los empleados municipales: La Barbie. Por ese nombre se la conocía en la sierra madrileña.
A partir de su segundo matrimonio, la estrella de Correa comienza a brillar. Coincide esta fase de su vida con la mayoría absoluta que disfruta el PP en el Gobierno central, en el autonómico de Madrid y en buena parte de los municipios de la sierra. En este momento se produce uno de los momentos más oscuros de la biografía de Correa, momentos que esconden algunas de las claves de su ascenso que no han sido resueltas todavía por el sumario en el que está imputado y que lleva su apellido en alemán (Gürtel), idioma que precisamente él no conoce (a lo largo de los últimos años hizo considerables esfuerzos por manejarse en inglés).
El nivel de contactos que va atesorando Correa junto a su mujer, le llevan a introducirse en la sede central del Partido Popular en Madrid. Correa tiene entrada en la calle Génova y desde ahí tiende sus redes hacia la periferia. Es un movimiento centrífugo. Amigos que le recomiendan. Amigos que imponen sus servicios en el exterior. ¿Cómo y a través de quién entra en Génova con esa fuerza? En este punto hay más especulaciones que documentos probatorios, entre otras cosas porque el sumario no va más atrás de sus actividades a partir del año 2005, cuando el PP ha perdido el poder en el Gobierno central. Es evidente que tuvo una buena relación con Alejandro Agag, con los políticos populares del llamado clan de Becerril, que tenían entre otras características la de estar educados en colegios de pago y ser asiduos a pasar jornadas en Marbella y Sotogrande. Pero es larga la lista de populares que visitan ambas localidades y no está del todo claro quién, verdaderamente, le apadrinó.
En la última legislatura del PP, Correa ya era considerado como el gran organizador de eventos, de mítines, de actos públicos del partido. "Era el más caro, pero organizaba muy bien", recuerda un político popular, "contrataba a los mejores y sabía vender el producto". Nada extraño hubiera pasado si Correa no hubiera llegado demasiado lejos, si no hubiera compartido su actividad como organizador de eventos con la mera y harto conocida tentación de hacer mucho dinero con la especulación urbanística. Correa llevaba años moviéndose como intermediario, recibiendo y repartiendo comisiones en gestiones de compra y venta de terrenos. Había probado la dulce sensación del dinero fácil. Y es evidente que parecía saber cómo comprar voluntades y cómo hacer amigos. Dominaba el arte de la seducción. Manejaba los bajos fondos de la condición humana.
No tenía un despacho fijo. Vivía entre Madrid y Sotogrande. Viajaba por motivos de negocio a Panamá, Colombia, Reino Unido y Holanda, lugares donde estaban domiciliadas algunas de las sociedades que figuran a nombre de testaferros. Buscaba nuevas inversiones. Se movía mucho. Eso sí, siempre atildado, con ropa cara. Era muy narciso Correa (dedicaba mucho tiempo en arreglarse, confiesa un conocido), frecuentaba la peluquería. Estaba orgulloso de su porte y lo lucía. Sabía ser educado y déspota, dependiendo de quién fuera su interlocutor. Seguía siendo mujeriego, con un punto misógino: hablaba de las mujeres como de objetos de uso, tanto es así que las ofrecía o que organizaba como nadie ese tipo de fiestas privadas donde el elemento femenino suele ofrecerse para algo más que hacer compañía.
Correa sabía que estaba siendo investigado. Tomaba precauciones. Lo hacía con sus móviles o a la hora de encomendarle ciertos encargos a su fiel Andrés. Viajaba con frecuencia y parecía buscar un permiso de residencia en algún lugar donde no existiera tratado de extradición con España, caso de Panamá. Así lo atestigua el sumario y así también lo explican las autoridades judiciales cuando se toma la decisión de poner en marcha las detenciones a primeros de febrero. Existía el riesgo de que abandonara España con carácter definitivo.
Cuando fue llevado a ser interrogado por el juez Garzón, Francisco Correa se quejó de que no quería ser trasladado en el furgón policial por sufrir claustrofobia. Así lo afirma un informe médico: "No puede entrar en un ascensor aunque sí puede viajar en avión". Curioso: ninguno de sus conocidos recuerda este problema, ni que evitara los ascensores, así como tampoco le es conocida afición alguna por las novelas de la Cosa Nostra. Quizás sea cierto que pocos llegaran a conocer verdaderamente a Francisco Correa, alias Don Vito por propia decisión.
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