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Columna
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La zanja y el boato

Tino me dio la noticia por teléfono. El otro día -noche, mejor- murió nuestro amigo Arsenio Díaz. Una antigua definición del periodismo aseguraba que su objeto consiste en informar a todo el mundo de la desaparición de Don Fulano de Tal, desconocido de la inmensa mayoría. No era el caso y me aventuro, con dolor de corazón, a difundirlo porque Arsenio fue persona de muchas amistades y las circunstancias en que dejó este mundo no son las habituales.

Hombre joven, mucho para mí. Andaría rondando los 50, alto, delgado, atractivo y de arrolladora simpatía. Sus orígenes, ejemplares en ya pocas biografías: hijo de campesinos de la provincia de Madrid -lo que hace medio siglo eran el colmo del catetismo- dejó el hogar siendo casi un niño y en alguna institución benéfica aprendió el oficio de lapidario que iba a definirle toda la vida: con voluntad, vocación, gusto innato y unas enormes ganas de trabajar, fue progresando en la joyería y empleó los ojos y las manos en tallar diamantes, engarzar rubíes, biselar esmeraldas, tratar con amor la plata y el oro, alabear el platino y crear joyas para cuellos, orejas, dedos ilustres o millonarios.

No conozco los detalles, pero Arsenio cayó a uno de los fosos abiertos en las aceras y de allí le sacaron muerto

Ningún apoyo previo en ese comercio restringido donde es importante la clientela que valora, boca a boca, la maestría del artista. Estaba soltero, al menos cuando dejé Madrid y era muy bienquisto por las mujeres, a causa de su talante, cortesía, inalterable buen humor y el conocimiento del género humano. Poseía el inquebrantable don de la discreción y el secreto de lo que debía permanecer ignorado.

Durante muchos años fue contertulio del bar Embassy, que está en la Castellana, esquina a Ayala. Unos metros más arriba, en un pequeño local que antes fue frutería o carbonería de barrio, tenía su tienda. En el domicilio cercano, el taller donde se desojaba con los útiles de su arte. Alternaba con personas de alta posición y, en la barra era un igual que no tenía que realizar esfuerzo alguno para ser animado, divertido y ameno. Buen aficionado taurino, cuando el trabajo -el eje de su existencia- y los amigos se lo permitían, era un buen lector, a veces orientado por otro íntimo, también ido, Lorenzo Salobral, aristócrata ilustrado entre dos aficiones: la lectura y la bebida, que compartía con su deliciosa esposa y sus hijas.

Me cuesta trabajo, en la distancia, asimilar la muerte de Arsenio Díaz. Murió por la noche, podríamos decir que en acto de servicio, porque asistía a la exhibición de cosas hermosas que celebraron los comerciantes de la milla de oro madrileña, las manzanas que están entre Juan Bravo y Goya, en la calle de Serrano y adyacentes. La Fashion Night Out, que dicen quienes tontamente prefieren llamar las cosas en otro idioma. Quizás como respuesta a los aluniceros, a la delincuencia violenta y arrolladora sobre los negocios caros de la ciudad de Madrid, esa gente, que trabaja y se afana en las cosas hermosas, sacaron sus tesoros a la calle. El mismo Arsenio había abierto -con dificultades insal-vables- una minúscula joyería en la codiciada zona y era colega estimado por todos los que allí trabajan.

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No conozco los detalles, pero Arsenio cayó a una de las innumerables zanjas abiertas en las aceras y de allí le sacaron muerto. Ataque al corazón, el desdichado golpe en la base del cráneo, un accidente, en todo caso, acabó con la vida de este singular y estimado hombre. La causa es lo de menos, y puede asegurarse que no fue torpeza física. Hacía ejercicio, siempre que el tiempo y los encargos se lo consentían, echaba los palos de golf en el coche y se iba a jugar a El Escorial, restaurando alguna noche de insomnio y el propósito de conservarse en forma.

Si escribo, desde la distancia, sobre este suceso es por la singularidad de su protagonista, pues rara vez he visto a alguien desenvolverse con tanta soltura y elegancia como este hombre, de humildísimos orígenes, pero a quien me consta que gente poderosa y mujeres importantes le pedían el parecer acerca de cosas que no tenían que ver con el arte lapidario. Su deje madrileño original era el de un duque que confraternizara con sus palafreneros como si estuviera en palacio.

Cuantos le conocimos echaremos de menos la simpatía y el buen carácter del joyero Arsenio Díaz.

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