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Columna
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Kabul cinema

La musculatura interior de un país se mide por la garra con la que es capaz de defender lo que le queda. El museo de Bagdad fue arrasado sin que nadie moviera un dedo por salvarlo. Los marines americanos no tenían ni la más remota idea de que allí se encontraba la primera memoria de la humanidad, unas tablillas de escritura cuneiforme de más de 4.000 años. Y los propios iraquíes no supieron o no pudieron hacer nada para evitar la rapiña, algunos incluso participaron en ella. Muchos de esos tesoros han ido a parar a las subastas de arte internacionales en uno de los mayores expolios de la historia. Irak es un país condenado que no tiene nada sólido donde apoyar la palanca para empezar de cero.

Cuando en Madrid llovía hierro, los cuadros del Museo del Prado fueron evacuados de urgencia hacia Valencia, donde aguantaron en las torres de Serrano y después, cuando las cosas se pusieron feas, consiguieron salir justo a tiempo, antes de que se partiera el frente a la altura de Vinaròs. Llegaron a salvo al Castillo de Peralada y allí resistieron hasta que todo estuvo perdido y no quedó otra que partir hacia el exilio rumbo a París o a Ginebra. Si Velázquez o Goya hubieran sucumbido a la carnicería que aquí se montó, este país no habría levantado cabeza. Hoy el Museo del Prado es el valor más firme con el que contamos ante el mundo. Nuestro as de la baraja.

El arte no está a salvo del fanatismo. Por eso los señores de la guerra arrasan todo cuanto encuentran a su paso: libros en la Biblioteca de Sarajevo, leones mesopotámicos en el museo de Bagdad, budas de roca viva en Bamiyán, viejas películas en la Filmoteca de Afganistán... Defender el orgullo de una cultura es la única arma que le queda a la gente corriente para mantener el tipo cuando pintan bastos. En Kabul fueron nueve.

Cuando los talibanes llegaron al poder, nueve trabajadores de la filmoteca afgana se arriesgaron a la horca para salvar de la quema todas las películas que pudieron. No eran héroes, sino tipos normales, algunos ya con canas y mucha vida a cuestas. Gente dura y cabal. Hombres que habían proyectado sus sueños miles de veces sobre una sábana en un cine a la intemperie.

Lo cuenta Ricardo Macián en un magnífico documental titulado Los ojos de Ariana que acaba de estrenarse. La película tiene la melancolía de Cinema Paradiso y el filo cortante de los extrarradios sin esperanza. Cine afgano hecho desde Valencia por un director joven que sabe que las mejores películas son las que nos salen al encuentro. Macián conoció esta historia en el 2001, trabajando como corresponsal de televisión en Afganistán. La noticia sobre la quema de películas fue una información que apenas duró minuto y medio en los telediarios, pero él se guardó la historia dentro, como se guardan las historias que uno sabe que algún día debe contar.

En realidad son sus protagonistas quienes la cuentan. Los nueve trabajadores de Afghan Films. Cara a la cámara, sin que se les agrande el gesto por ello, como si nada. Una historia de supervivencia pura y dura con sueños de celuloide y estrellas de verdad. Para que al final sigan abiertos los ojos de Ariana, que es el antiguo nombre de Afganistán. No sé si una película puede servir de puente entre civilizaciones. Probablemente no. Pero les aseguro que uno llega a sentirse muy a gusto escuchando a estos veteranos flacos y valientes del viejo cine de Kabul.

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