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Columna
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El alma de los tractores

Lo han conseguido de nuevo. Hasta Barcelona ha llegado la sangre con el matador José Tomás que dona el resultado de la orgía (seis toros muertos, reventa a tres mil euros) para la resistencia taurina en Cataluña (así, con dos cojones). En San Fermín muere por asta un corredor de Alcalá de Henares (noticia hasta en el New York Times). El morbo de la fiesta nacional. Los dobles de Ernest Hemingway. El sudor, el hierro. Aquí, entre nosotros, mientras tanto, una larga caravana de tractores sale de las granjas de madrugada y pone dirección a la muralla de Lugo , o la catedral de Compostela, patrimonios de la humanidad, muros de lamentaciones. Toros y vacas, otra vez, como una versión animada de las dos Españas. Unos, los toros, en el infierno del albero, otras, las vacas a punto de ser finiquitadas en este triste papelón de la mala leche de la Unión Europea y su repugnante decisión de poner fin a las granjas, a la agricultura, al sector primario en un momento en que, incomprensiblemente, los expertos están volviendo a revalorizar las mercancías de cultivos orgánicos, ecológicos, tan apropiados a nuestro agro. Hemos perdido, una vez más, la batalla, y es normal que aflore la mala leche. Que los burócratas decidan el final de la agricultura y la ganadería es una perversión del sistema aunque sabíamos que podía pasar. Que la agricultura y la ganadería gallegas entren en coma es algo paralelo a la velocidad del AVE, por paradójico que parezca. Llegará el tren de alta velocidad cuando ya no se vean las vacas pacer en las praderas.

Llegará el tren de alta velocidad cuando ya no se vea a las vacas pacer en las praderas

Galicia ya no es el Tercer Mundo, maldita sea. Sopla el viento del Este. Un rosario de repúblicas necesitadas. Pero 26 céntimos el litro no dan ni para pagar la luz del establo; 26 céntimos el litro no cubren ni con la ayuda divina el riesgo de una explotación ganadera. Luego están las marcas blancas de los hiper, la guerra de los precios, de los precios por debajo del coste de fabricación, dumping, creo que se llama. Alguien con una estadística en mano sale a explicar la caída en los telediarios y los tractores marchan convencidos de que su corazón de diésel es indestructible. Mentira. Todo se vuelve obsoleto. También ellos se convertirán, como las minas de Asturias y los altos hornos de Bilbao, los astilleros de Ferrol, en un parque jurásico de la Revolución Industrial, pero ¿de dónde vendrá la leche?

Los más viejos del lugar lo sabían cuando dejaron las leiras a monte y enviaron la última marela al matadero con el alivio de que era un trabajo menos, que costaba menos comprar un tetrabrik de Feiraco comprado con la pensión agraria. Los hijos mientras tanto se fueron a trabajar al aluminio, a la mejillonera, al corte y confección o tuvieron un destino en la Xunta y empezó a entrar el dinero de la industria y los servicios; las vacas quedaron en el limbo o en esas granjas del interior de ordeño mecánico y música de Mozart. Así fue despareciendo el estiércol del paisaje, las zarzas empezaron a trepar por la casa y acabaron comprando un piso en Milladoiro, en Penamoa, en Chapela, un piso en las afueras con vistas a la carretera nacional, con un bosque de eucaliptos que desprende ese olor balsámico tan bueno para los pulmones. El éxodo poco a poco se fue cumpliendo de la manera más acelerada: de repente, los abuelos comprando los grelos en el Gadis de la esquina, los abuelos cada dos por tres en el Clínico de Santiago, míreme usted este tumor, señor, quíteme este bultito que tengo debajo del corazón, señor doctor, y no es culpa de las vacas ni mucho menos, ni de haber vendido el alma a la industrialización, pero todo resultó ser como la mordedura de un perro rabioso en el corazón de la aldea, hasta la muerte misma en un Tanatorio también de cemento, en Boiro, Bueu, Padrón, todo los sitios igual, el alma del difunto convertida en Coca-Cola, separada de su territorio ancestral, el estiércol, las vacas, el difunto despachado como fiambre en una empresa de pompas fúnebres, allí al lado de la estación de autobuses.

Hace tiempo que esta elegía estaba escrita, pero la vida, como el planeta, da muchas vueltas y aún hay esperanzas de salvar con vida algunas explotaciones y demostrarle al mundo que podemos campar con nuestras vacas, tractores y cultivos. Pero hace falta un corazón de diésel. Hace falta una resistencia de la leche.

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