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Columna
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El cocinero de las Marquesas

Enric González

Hace años, en el archipiélago de las Marquesas, me aficioné a charlar con un asesino. O tal vez homicida, no me quedó claro. El hombre había matado a una persona, un compañero de trabajo, en París, y había huido a las colonias francesas en la Polinesia. Desde allí, por casualidad, recaló en las Marquesas. Vivía con una vieja dama estadounidense que llegó al puerto de Nuku Hiva en velero, con su marido. El marido falleció de infarto durante la escala y la viuda decidió quedarse para siempre en la isla. Compró una casita junto al mar y varó ante ella el velero, para ver cómo se pudría. La señora contrató al asesino como criado. El asesino cocinaba bien, aunque abusaba de la vainilla. Yo iba a comer cada día a casa de aquellos dos exiliados melancólicos.

Celebraremos el juicio mediático, todo quedará muy claro, condenaremos al desgraciado y nos iremos de vacaciones

El asesino, un tipo canijo y ya mayor, hablaba con gran franqueza sobre su crimen: el asunto ocurrió a principios de los setenta y había prescrito. Recordaba perfectamente cómo ocurrió todo. Lo que no estaba claro, sin embargo, era el móvil. El asesino sentía aversión por la víctima, eso sí. ¿Por qué? Por razones vagas: una palabra a destiempo, una frase que sonó a amenaza velada, un aspecto desagradable... No se crean que el cocinero de la vainilla actuó por impulso. No, qué va. Reconocía haber fantaseado con asesinar a su colega y preparó con antelación un plan. Tampoco se estrujó los sesos: una puñalada nocturna en plena calle, y listos. La policía no llegó siquiera a interrogarle. Cuando le tocaron vacaciones se subió a un avión y no volvió.

"Si me hubieran detenido", contaba, "no habría sabido qué explicar a la policía. Confesar no era un problema; el problema consistía en explicar por qué". Muchos años después, el cocinero asesino seguía sin explicarse el odio que había acumulado hacia aquel compañero de trabajo que, en realidad, no le había hecho nunca nada.

Me acuerdo con bastante frecuencia del tipo de Nuku Hiva. Pienso en él cada vez que la prensa informa sobre la resolución de un crimen. El de la calle de Santaló, por ejemplo. La muerte a tiros de un directivo, en pleno centro de la Barcelona bien duchada y a plena luz del día, suscitó un interés extraordinario. La policía anuncia ahora que ha detenido a quien disparó, a quien encargó los disparos (el "autor intelectual": una expresión muy refinada para definir algo esencialmente rastrero) y a una serie de cómplices. Dicen que el "autor intelectual" era un empleado del Centro de Convenciones Internacional de Barcelona, dirigido por la víctima, y que tomó la decisión de contratar a un sicario cuando supo que iban a despedirle por cometer unos chanchullos.

Puede ser. Pero me parece todo demasiado lógico. No digo que sea lógico asesinar al directivo que te despide, o al empresario que vacía la caja para seguir viviendo como un rajá mientras exige sacrificios a los empleados (insisto, no digo que sea lógico, aunque a veces resulte dulce imaginarlo); simplemente me parecen raros los crímenes cuyo móvil no sea el robo o la satisfacción sexual inmediata y pueda, sin embargo, explicarse y comprenderse en pocas palabras.

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El asunto inspirará, supongo, numerosos comentarios en los medios. Habrá quien enfoque la cosa desde un punto de vista sociolaboral; habrá quien se fije en que el sicario era inmigrante, lo que permitirá extraer interesantes conclusiones antixenófobas que justificarán la xenofobia. La biografía del presunto "autor intelectual", o sea, del empleado detenido, será rastrillada en busca de detalles que confirmen la tesis policial. Celebraremos el habitual juicio mediático, todo quedará muy claro, condenaremos al desgraciado y nos iremos de vacaciones.

Sigo pensando que en la explicación oficial falta mucho, o sobra todo. Creo que si el "autor intelectual" hubiera huido a las islas Marquesas y esperado a la prescripción del delito, podría pasar larguísimas veladas intentando explicar a un desconocido por qué quiso que muriera aquel hombre. Y no lo conseguiría. Tampoco lograría explicárselo a sí mismo. Muchos años después, diría lo que decía el cocinero de Nuku Hiva: "En aquel momento, pareció una buena idea". O algo igual de tonto.

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