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Columna
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Modelos productivos

Las tormentas de la economía mundial han ido golpeando una a una a las economías nacionales. Éstas se vieron afectadas por cambios repentinos y de gran profundidad. Y sus ondas se fueron esparciendo de manera muy sincronizada y con mucha virulencia a todas las actividades y servicios. Las reacciones no se hicieron esperar, aunque en ciertos casos fueron tardías y superficiales. Podemos repasar distintas actuaciones y cómo se enfocan las estrategias de futuro.

Irlanda, el tigre celta, ha dejado de rugir y ha dejado ver las inconsistencias del modelo. Su apuesta por el neoliberalismo supuso en épocas de expansión y de favoritismos empresariales avances muy notables. Se había convertido en el estandarte para verificar las políticas de convergencia y en el ejemplo para justificar las acciones en pos de la cohesión social. Pero, también, había ocultado sus pesados lastres. Esos que, en épocas de recesión, emergen por doquier.

Irlanda, que apostó por un Estado anoréxico, ha sido el primer país en acusar la recesión

En la actualidad, las primeras consecuencias derivadas de la crisis permiten aflorar varias notas. De una parte, se subraya un Estado anoréxico y frugal, que había apostado por relaciones laborales laxas, por una disminución de impuestos a los capitales, por una flexibilidad en la producción y por una apuesta exclusiva de segmentos productivos dependientes de la economía estadounidense. De otra parte, los resultados fueron los siguientes: el primer Estado europeo en acusar la recesión, en el que aumenta el paro y donde los tres grandes bancos del país tuvieron que ser rescatados por el Gobierno.

Hoy en día está acuciado por la quiebra del sistema de pensiones, por la fuga de las multinacionales y por un recorte del gasto (disminución en la sanidad y presupuestos) y de las inversiones públicas afrontando, por tanto, un evidente y doloroso declive.

Finlandia, al norte, resiste pero con problemas. Se decía que apuestas por la educación, por la igualdad social y por políticas económicas dirigidas a la innovación harían de este país un modelo sin parangón. Durante la última década, predominaron las inversiones públicas en enseñanzas superiores y en investigación tecnológica. Presumió de ser un país referente con pocos recursos pero que ofrecían a sus ciudadanos una calidad de vida muy alta y unas empresas que apostaban por la competitividad internacional.

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Sin embargo, en esta época de crisis el paraíso nórdico también pierde fuelle. Ha disminuido su PIB en relación a los cuatrimestres anteriores y, dado el débil mercado internacional y la contracción del comercio mundial, las exportaciones de sus pilares económicos (papel, metal, tecnología de la información) se han recortado y el desempleo aumenta sin cesar. Convencido de su apuesta por el I+D+i, que fue la base de su modelo, ahora se centra en impulsar aquellos servicios más competitivos.

España cambia de orientación y apuesta por un modelo productivo sostenible. Los pilares del crecimiento de los últimos años se basaron en el ladrillo y en aquellas operaciones especulativas que permitieron alimentar perspectivas de muy escasa solidez y de amplia volatilidad. A la vez se descuidaron las políticas basadas en una mayor eficiencia y en un crecimiento de la productividad. Los efectos de dicho modelo son claros: caída de la producción, aumento del desempleo, alza de los desequilibrios comerciales, entre otros.

Ahora, la apuesta actual se encamina hacia un nuevo modelo de crecimiento sostenible, que elimine el casticismo de la improvisación y la avidez de que hicieron gala numerosos parvenus del mundo económico. Se define por alcanzar ratios de productividad más elevados que permitan ganar posicionamientos en los mercados mundiales. Para ello, se refuerzan las políticas de infraestructuras físicas (capital fijo) y se estimulan las de capital social y tecnológico. La combinación de ambas ha de tener presente la sostenibilidad medioambiental; esto es, no provocar el deterioro ni comprometer situaciones irreparables a las generaciones venideras. Para ello se precisan mecanismos de vigilancia (que yo les llamaría de evaluación permanente) y una clara aplicación de instrumentos de política económica para aumentar el empleo, estimular el consumo y la inversión, y generar climas de confianza.

Es evidente que sería más fácil llevarlo a la práctica si hubiera un pacto nacional para afrontar dichos desafíos. Razones no faltan, pues se sabe muy bien que ningún país es inmune a la crisis global y ningún país puede caer en la trampa de las egolatrías personales.

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