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Columna
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Sin emoción

En el pasado Europa fue un sueño, pero hoy es una necesidad, nos decía aquí José María Ridao. Es también una realidad, insuficiente para algunos, suficiente para otros y excesiva para un tercer y variopinto grupo. Gestada a lo largo de los siglos, en un proceso en el que su denominación concurría con otras como Occidente o la Cristiandad, esa realidad constituía un horizonte expansivo cuya vocación de universalidad se hizo efectiva a partir de lo que hemos definido como Edad Moderna. Europa como realidad geográfica tenía unos límites más o menos definidos, pero Europa como vocación era el mundo. Que en su seno surgieran diversas potencias que compitieron entre sí es una prueba más de esa voluntad de dominio y de que el tablero del mundo se encerraba en sus límites.

Todo esto, y es bien sabido, se vino abajo el pasado siglo XX. Costaba admitir la nueva realidad, mucho más modesta, y debemos celebrar la claridad de visión de personas como Jean Monnet, defensor ya desde 1943 de la creación de una "entidad europea", o de Winston Churchill, fundador en 1947 del Movimiento para la unidad europea y partidario, ya en 1942, de la creación de un Consejo de Europa. Gracias a personas como ellos, lo que era una idea, o un horizonte, o una civilización, comienza a convertirse en una realidad política. Europa es hija de la debacle, aunque es también hija de su grandeza, dos polos entre los que se sigue debatiendo su proceso de gestación.

Y Europa es una realidad exitosa. Fuera de ella no hay salvación, y cada crisis -véase la actual-, viene a corroborar ese aserto. Sin embargo, corre el riesgo de convertirse en un colmado, una entidad burocrática, y casi abstracta, en la que dirimir qué hay de lo mío. La pregunta que recorre los mítines en esta campaña es qué conseguiremos de Europa que favorezca nuestros intereses de franceses, de españoles o de vascos. Es una pretensión legítima, y que nunca dejará de darse, aunque su supremacía es indicativa de un déficit de integración y, sobre todo, de la concepción de Europa como una realidad ya acabada. Europa ya no es el tablero del mundo en el que se dirimen nuestros intereses regionales, sino que es la posibilidad que tenemos los europeos de situarnos en el tablero del mundo, y esa posibilidad aún está en construcción.

Es esto lo que debiera debatirse en estas elecciones, y debiera hacerse desde planteamientos europeístas y no desde planteamientos locales, salvo que fuera éste (el desmigajamiento localista) el destino deseado. Por ejemplo, ¿hay una propuesta común para Europa de los partidos socialistas, o de los partidos conservadores?, ¿qué grado de eficacia tiene mi voto si su intención, depositada en cualquier caso en un partido nacional y por ello minoritario, va a perderse en la decisión de unas mayorías parlamentarias cuyo programa, si lo tienen, ignoro? Y, finalmente, ¿cuál es el rostro de Europa, quién la encarna? ¿Puede darse acaso emoción alguna sin rostro?

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