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UN ASUNTO MARGINAL | OPINIÓN
Columna
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Comeclavos

Los epitafios humorísticos son relativamente frecuentes. Más de un difunto (o su familia) ha decidido adornar su lápida con el epitafio falsamente atribuido a Groucho Marx: "Disculpen que no me levante". Winston Churchill hizo honor a su fama de hombre ingenioso y petulante: "Estoy preparado para encontrarme con el Creador; si el Creador está preparado para la pesadez de encontrarse conmigo, es ya otro asunto". Mel Blanc, famosa voz de los dibujos animados de Warner Bros., lo tuvo fácil, eligió: "Eso es todo, amigos". El humorista irlandés Spike Milligan, famoso hipocondriaco, incidió en su manía: "¿Lo veis? Estaba enfermo de verdad".

Se trata de una hermosa tradición, mayormente anglosajona.

En 1938, Albert Cohen escribió un libro que era un epitafio novelado dedicado a todos los judíos de Europa

Pero el epitafio más largo, divertido y terrible fue escrito por un hombre nacido en una isla griega del imperio otomano, francés de adopción y suizo por residencia. Albert Cohen (1895-1981), uno de los gigantes de la literatura en lengua francesa del siglo XX, redactó en 1938 un epitafio para todos los judíos de Europa. Lo hizo en forma de novela y lo tituló Comeclavos.

Albert Cohen es una debilidad personal. Por razones incomprensibles, siento un prejuicio favorable hacia los judíos. Y, por razones que entiendo perfectamente, simpatizo fervorosamente con las personas que padecen una enorme pereza al ponerse a escribir. Cohen, judío y escritor vago, había experimentado en persona el antisemitismo desde que, en 1900, un pogromo en Corfú, su isla natal, forzó a su familia a emigrar a Marsella. Allí encontró a otros antisemitas, más refinados y peligrosos. Durante su adolescencia y juventud fue convenciéndose de que se preparaba algo terrible en el continente, y se sumó con entusiasmo a la causa sionista. En 1925, se sumó en París a la dirección de la Revue Juive, en cuyo comité de redacción figuraban judíos tan ilustres como Albert Einstein y Sigmund Freud. Si le quedaba alguna duda sobre las perspectivas que ofrecía el futuro, se disiparon con la llegada al poder de Adolf Hitler.

En 1930, publicó su primera novela, Solal, sobre los amores de un joven judío de origen griego. Tuvo un éxito extraordinario y los editores decidieron pasarle una asignación mensual con el fin de estimularle a producir. Como era de esperar, Cohen aprovechó la asignación precisamente para lo contrario, para no tener que escribir durante una larga temporada.

La década de los treinta, sin embargo, hizo muy concreta la amenaza de genocidio sobre los judíos europeos. Cohen, viudo y deprimido, se puso a escribir de nuevo. Su plan consistía en rememorar, de forma amena, los personajes y las tradiciones de la población judía que había conocido de niño en Corfú. Era una forma de despedirse de un mundo condenado a desaparecer. Pero es difícil contenerse cuando el ánimo está angustiado, y a Cohen se le fue la mano. Sus personajes se convirtieron en caricaturas y no logró un tono ameno: volcó sobre las páginas un humor brutal, feroz, descacharrante. El resultado de su furor fue Comeclavos.

Comeclavos, uno de los hermanos de Cefalonia sobre los que articuló su relato, es un mitómano exaltado que llega a creerse sus propias patrañas. Por ejemplo, la de que circuncidó personalmente al rey de Inglaterra en la Cámara de los Comunes, ante el entusiasmo y los vítores de los diputados. En mi opinión, la literatura europea ha dado pocas obras tan graciosas.

Comeclavos, pese al humor y a las aventuras estrafalarias, no deja de ser un epitafio. Ése era su objetivo. Al año siguiente, 1939, Alemania invadió Polonia y Europa se despeñó hacia el infierno. La cultura judía, un pilar esencial de la vieja cultura europea, desapareció con los millones de judíos exterminados por los nazis y sus colaboradores. Fue el fin de una época y el principio de otra, la actual, mucho más gris.

Cohen, refugiado en Londres, sobrevivió al desastre. Decepcionado por el sionismo y por la vida en general, rechazó ser embajador de Israel en París y asumió la rutina de la vida burocrática en una de las oficinas de la ONU en Ginebra.

En 1968, volvió a publicar una novela, que se convirtió en su obra más conocida: Bella del señor. Cohen no se esforzó en buscar personajes nuevos. Retomó a su álter ego Solal, el de la primera novela, rabiosamente judío, rabiosamente insatisfecho, y le proporcionó, además de un amor condenado a autodestruirse, el acompañamiento de sus tíos de Cefalonia, encabezados por Saltiel y, cómo no, Comeclavos.

Bella del Señor es una novela espléndida. Pero yo prefiero Comeclavos.

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