El valor de la crisis o la crisis de los valores
No es muy original escribir sobre una cuestión como la actual crisis económica internacional, pues -como no podría ser de otro modo- los más reputados analistas ya se han pronunciado y lo van a continuar haciendo si las cosas no mejoran. Llama la atención, sin embargo, que en ninguno de los sesudos estudios o informes al uso se haga siquiera mención a lo que los clásicos llamaban las "causas últimas"; quizá porque, lamentablemente, ha dejado de ser "algo clásico" citar a los clásicos.
Ante el bochornoso espectáculo de directivos que, impávidos, reciben un bonus millonario a cargo de la empresa que ellos mismos han llevado a la quiebra, de altos ejecutivos que se aseguran el blindaje de sus retribuciones mientras -sin que les tiemble el pulso- proceden a despedir a miles de trabajadores, vemos que se hace urgente una nueva legislación, moderna y eficaz, que impida semejantes desafueros.
"El relativismo moral ha servido para engrosar la cuenta corriente de quienes lo practicaban"
Pero también causa estupor comprobar que esos despiadados directivos estudiaron en las mejores escuelas de negocio del mundo. En esas privilegiadas "cunas del conocimiento" ¿es que acaso no se imparte ética de los negocios? Sí, naturalmente; allí se analizan las implicaciones de las due dilligence, las "murallas chinas", la "información privilegiada", la "RSC", etcétera. Sin embargo, la tozuda realidad nos muestra que todo eso no basta; son meros instrumentos técnicos, más fáciles de saltar cuanto mejor se conocen.
La única barrera a estos desmanes es la autolimitación, que reside en la conciencia y es difícil pretender que ésta se encuentre bien formada con la actual ausencia de un sólido fundamento filosófico y moral, ausencia heredada del extinto siglo pasado.
El espacio de este artículo no permite estudiar a fondo la evolución del pensamiento europeo u occidental; pero es obvio que hasta el menos avisado de los observadores puede darse cuenta de que las semillas que engendraron las ideologías totalitarias del siglo XX hundían sus siniestras raíces en doctrinas filosóficas que justificaban el relativismo moral. Aquella experiencia, en el terreno político -aunque supuso un enorme coste humano-, felizmente acabó fracasando, pero, por una triste paradoja, el relativismo ha permanecido vigente en el ámbito de la cultura y la sociedad contemporáneas, y necesariamente no se ha podido evitar que se haya implantado y campe con soltura y sin medida en el mundo globalizado de la economía y las finanzas.
Si el bien y el mal son conceptos relativos, y ambivalentes según las circunstancias; si lo justo o injusto son materia opinable, susceptible de permanentes interpretaciones y cuestionamientos, y no digamos los premios o sanciones procedentes de un ámbito de trascendencia que hemos consensuado, que no existe, lo único verdadero es vivir cómodamente, hoy y ahora, y para ello es de enorme utilidad el beneficio económico a corto plazo, y cuanto más abundante, mejor.
Necesariamente no tendría por qué ser así, pero lo cierto es que todos hemos visto cómo algunas personas que niegan los efectos trascendentes del bien y el mal acaban cometiendo trascendentales tonterías; del mismo modo que -como reiteradamente demuestran los hechos- quien niega la permanencia de los valores corre el riesgo de terminar comportándose, permanentemente, de forma irregular.
Es muy fácil que el relativismo moral permita que la conocida volatilidad de los productos financieros se pretenda trasladar a conceptos como lo justo o lo injusto, el bien y el mal, la verdad o la mentira, sobre todo cuando los efectos de esa traslación contribuyen a engrosar la cuenta corriente del relativista.
Pese a todo, no hay que caer en el pesimismo: esta pérdida de valor de la economía y sus productos, y la consiguiente falta de confianza que genera, puede producir un efecto catártico, y sus indeseados y actuales efectos inmediatos pueden ser como los dolores que preceden a todo alumbramiento, quizá al nacimiento de una nueva era en el mundo de la economía.
Desde los albores de la humanidad, sus mentes más preclaras siempre se han esforzado en indagar dónde está el bien y el mal; han pretendido deslindar el terreno de lo justo o injusto, desbrozar lo falso para encontrar la verdad. Esta notable actitud intelectual, desde los inicios de la fenecida centuria, padece un olímpico desprecio en los planes de estudio de las más prestigiosas universidades y escuelas de negocios; sin embargo, aquellas que en el futuro pretendan serlo y estar en la vanguardia deben hacer un sano ejercicio de autocrítica y recuperar con urgencia dicho espíritu de indagación.
Los Gobiernos pueden hacer planes de rescate, abrumándonos con el vértigo de sus cifras mareantes; los analistas y expertos pueden inquirir en búsqueda de fórmulas novedosas para reorientar la economía mundial; pero cualquier intento de solución que ignore que lo que en verdad precisa rescate es la práctica, la inquietud intelectual y el culto social a los valores morales puede convertirse en un esfuerzo tan estéril como el de intentar dañar al mar golpeando con una espada sus olas. -
Álvaro Martínez-Echevarría es director del Instituto de Estudios Bursátiles (IEB).
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