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Columna
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Una cierta transición

Por primera vez desde que se inició la construcción del Estado autonómico tras la entrada en vigor de la Constitución no hay una sola comunidad autónoma que esté gobernada por un partido nacionalista. A pesar de que, tras perder el Gobierno de la nación en 2004, el PP ha venido acusando al Gobierno presidido por José Luis Rodríguez Zapatero de haber cedido a las presiones nacionalistas en todas sus posibles variantes, la verdad es que ha sido bajo su gobierno cuando los dos partidos nacionalistas gobernantes en Cataluña y País Vasco desde 1980, CiU y PNV, han dejado de serlo. El PP con su retórica antinacionalista no solamente no consiguió poner fin a la hegemonía de los partidos nacionalistas en ambas comunidades, sino que condujo incluso a una radicalización creciente de dichos partidos en la acción de gobierno y en sus propuestas electorales. José María Aznar fue mucho más vociferante que José Luis Rodríguez Zapatero, pero su acción política fue mucho menos efectiva para poner fin a la hegemonía nacionalista y posibilitar una alternancia en ambas comunidades autónomas.

Aunque la trascendencia de la alternancia se ha hecho más visible en el caso vasco, no fue menos importante en el caso catalán. La construcción de la estructura del Estado se había venido construyendo con base en una suerte de regla no escrita que imponía que en las dos comunidades en las que había una presencia nacionalista importante únicamente los partidos que las representaban tenían legitimidad para ocupar el Gobierno. Había como una suerte de deuda con los nacionalismos de dichas comunidades como consecuencia de los largos decenios de represión de la identidad nacional de las mismas que se remontaban más allá del régimen nacido de la Guerra Civil, deuda que para ser saldada exigía que los partidos nacionalistas ocuparan el poder en sus territorios en el Estado democrático recuperado con la transición tras la muerte del general Franco.

En ninguna parte estaba escrito que la transición exigía que el nacionalismo vasco y catalán tuvieran que ocupar la Generalitat y la Lehendakaritza, pero difícilmente hubiera podido ser de otra manera. Para la integración de Cataluña y País Vasco en el Estado autonómico el control del Gobierno en ambas comunidades por partidos nacionalistas fue una pieza clave. Más todavía tras la imposición de la interpretación de la Constitución en clave no nacionalista como consecuencia del referéndum de ratificación de la iniciativa autonómica en Andalucía el 28-F de 1980. El que no se pusiera en cuestión la hegemonía nacionalista en Cataluña y País Vasco en un momento en el que, a través de los pactos autonómicos de 1981 y 1992, se imponía una lectura simétrica del título VIII de la Constitución, fue una pieza clave para la normalización de nuestro Estado políticamente descentralizado.

Han tenido que pasar más de 20 años para que lentamente se haya levantado esa hipoteca que venía de nuestra transición. Los nacionalismos catalán y vasco forman parte de la constitución material de España y como tales tienen que ser aceptados, pero no tienen por qué tener una suerte de derecho natural a ocupar el poder en sus comunidades de origen. En el caso de Cataluña ha sido menos difícil que en el caso del País Vasco, pero en ambos se ha acabado produciendo esta suerte de transición hacia lo que no cabe calificar sino como normalidad democrática. Cuando pase algún tiempo esta normalización autonómica de Cataluña y País Vasco se valorará como uno de los momentos más importantes de estabilización de la democracia en España. Puede que el coste para José Luis Rodríguez Zapatero sea alto, pero esta es una de las cosas por las que merece la pena ser presidente del Gobierno.

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