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Columna
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Libros y suelas

Si el Día del Libro fuera un par de zapatos, tendría las suelas desigualmente gastadas por pisar demasiado en el mismo sitio. Y es que cada año se celebra casi con el mismo guión: trajín de venta en la calle, parecidos reportajes en la televisión, con niños representados con un libro en las manos y el testimonio de su afición por la lectura, algunos datos estadísticos, e intervenciones de profesionales del sector editorial que sitúan el estado de la cuestión más o menos en el punto de siempre, sin hecatombes ni despegues significativos. Luego se echan las cuentas, se levantan los puestos y se pliegan las carpas hasta el año que viene. Dejando, por lo menos en mí, la sensación de un reactualizado déjà vu, de una celebración clonada, de un pisar que sólo desgasta por un lado la suela de la lectura, mientras deja intocado o al aire el otro lado. El lado fundamental o el que concentra, en mi opinión, las interrogaciones más decisivas y urgentes en torno a la lectura y el verdadero valor que hoy o aún le concede nuestra sociedad.

Son interrogaciones que merecerían ser atendidas con absoluta sinceridad, porque entre los dichos y los hechos del amor por los libros (amor entendido en sus acepciones privada y pública) media un gran trecho o hay demasiadas cosas que no acaban de encajar. ¿Cómo es posible -por empezar por la base- que en un mundo donde se pueden sacar fotos de Marte, comunicarse en vivo y tiempo real con las antípodas u operar con éxito el corazón de un feto, no se consiga enseñar a leer a un niño en una escuela de un país tan rico como el nuestro (y conviene recordar que prácticamente la mitad de nuestros alumnos de últimos años de ESO lee fatal, y la mayoría del resto sólo regular)? Así las cosas, ¿qué porvenir puede esperarles (además de a esos niños) a los libros, incluso en sus versiones más simplificadas, más trituradas por las industrias de la facilidad que todo lo venden convertido en puré (de novela, de película, de espectáculo multimedia) o que todo lo convierten en puré para venderlo? Ni siquiera los libros papilla tendrán la menor posibilidad de futuro si las escuelas no fundan lectores. Y si la sociedad no acaba luego o simultáneamente de alentarlos y de formarlos, con inteligencia y constancia.

Y por ahí tampoco vamos bien. Porque la realidad, aunque el 23 de abril sea el día del año en que menos se note, es que las invitaciones a leer brillan por su ausencia. En un mundo donde se diseñan, alimentan, contagian infinidad de deseos, de infinitas maneras -algunas dotadas de una ingeniería y una eficacia deslumbradoras-, resulta más que excepcional, insólito, ver libros o gente leyendo, por ejemplo, en la televisión, incorporados al argumento de programas o series de gran aceptación.

En los medios de mayor impacto o audiencia, formadores de gustos o dinámicas sociales, nada invita a leer. Todo lo niega. Si el Día del Libro fuera en serio, por ese terreno también pisaría.

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