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Columna
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Anti fatal

Dice Wim Wenders en El arte de mirar: "La decisión más política que tomas es hacia dónde vas a dirigir los ojos de la gente... lo que muestras a la gente, un día sí y otro también, es político... y la cosa más adoctrinadora desde el punto de vista político que le puedes hacer a un ser humano es mostrarle todos los días que no puede haber ningún cambio". Esta frase representa, en mi opinión, de un modo casi literal la realidad de la vida política vasca, una realidad presidida, desde hace decenios, por la idea de lo inevitable, de la obligada presencia del nacionalismo al frente de las instituciones concretas y simbólicas de Euskadi. Los partidos nacionalistas, en el gobierno desde hace treinta años, transmiten de muchas maneras, explícitas o implícitas, directas o indirectas, ese adoctrinamiento político que consiste en hacer que parezca inimaginable que algún día pueden abandonar el poder, puedan ser reemplazados desde las urnas por otra opción política. Transmiten de muchas maneras un mensaje fatal (de fatalismo): ellos no están en el poder, son el poder o son los únicos legitimados para ejercerlo y representarlo en Euskadi.

Esa inevitabilidad, ese fatalismo, se expresa de muchos modos, sutiles y no tanto

Esa inevitabilidad, ese fatalismo, ese transmitirle a la ciudadanía vasca que no debe haber ningún cambio en la dirección del país, se expresa de muchos modos -sutiles y no tanto-, pero significativamente por la vía de convertir asuntos que son del dominio más público en cuestiones como de propiedad privada o de tratamiento reservado sólo a una parte de la ciudadanía, aquella que comparte el ideario nacionalista. Esto resulta particularmente cierto y evidente en el caso del euskera, que se considera o aborda desde el nacionalismo gobernante no como algo de todos los vascos sino sólo de algunos; o donde no se sitúa a todos los vascos equilibrados en el mismo plano horizontal sino separados por verticalidades, por jerarquías de legitimación variadas y múltiples. Lo que, llevado al terreno más práctico y cotidiano, se resume en enunciados del tipo: no todos tienen el mismo derecho a opinar sobre el euskera y/o a proponer medidas y políticas para fortalecer su presente, y ensanchar y alegrar su futuro. Buena prueba de ello la tenemos en la recepción peyorativa que el nacionalismo gobernante le ha reservado al manifiesto Euskera askatasunean- Euskera en libertad promovido por el PSE y en el que se contienen nuevas propuestas para una nueva manera de entender nuestras relaciones lingüísticas, basada en un sentimiento de pertenencia común y en la voluntad de resaltar y aprovechar la fortuna que supone para un país poseer dos lenguas de comunicación y creación.

Se habla mucho del creciente desinterés de los ciudadanos por la política. Entiendo que entre nosotros obedece esencialmente a dos razones. Una tiene que ver con el abismo entre las preocupaciones concretas de la gente y las abstractas que animan a nuestros dirigentes. La otra, con ese adoctrinamiento por parte del nacionalismo gobernante en la idea de que la política es el territorio de la no alternativa, de los destinos fijos, de las presencias a perpetuidad. Cuando la política debe ser todo lo contrario: una permanente posibilidad de cambio, esto es, de adaptación a la más puntual y móvil realidad ciudadana. Del modo más absoluto, una actividad anti-determinista, anti-fatal.

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