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Columna
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Borges y el madrileño

Vicente Molina Foix

"En Madrid ya no quedan vestigios del español". Nadie se alarme, que no voy a entrar aquí en la querella desencadenada por el Manifiesto de la Lengua Común de Savater y otros muy distinguidos abajofirmantes. La frase es de Jorge Luis Borges, y como tal humorística. La saco de uno de los textos más coruscantes de su libro Otras inquisiciones, aparecido en 1952, en tiempos por tanto en que la única polémica lingüística de nuestra área idiomática se podía dar entre el español de España y los españoles hablados en América; el catalán estaba en el armario por imperativo legal, el euskera casi no bajaba, por la misma razón, de las montañas, y el gallego, de las aldeas, con las excepciones literarias, sobre todo poéticas, de rigor. De altísimo rigor muchas de ellas.

Me he preguntado a veces cuál sería el lugar ideal para aprender el mejor castellano

Borges escribe su pequeña pieza reseñando y, más que eso, respondiendo a don Américo Castro, quien en 1941 había publicado un estudio sobre "la peculiaridad lingüística rioplatense" que sin duda irritó al escritor en su fuero argentino más interno. Don Américo, por lo visto, veía un desbarajuste en el modo de hablar el español en Buenos Aires, atribuyendo las graves alteraciones a "las conocidas circunstancias que hicieron de los países platenses zonas hasta donde el latido del imperio hispano llegaba ya sin brío". El enfado de Borges, muy comprensible, pone en acción su formidable batería de sarcasmos, apuntando a que, si se aceptara tal peregrina deducción de Castro, tampoco se encontrarían vestigios del noble castellano imperial en las coplas de las cárceles madrileñas transcritas en un libro finisecular de Rafael Salillas que la vasta erudición borgiana registra, El delincuente español: su lenguaje, y del que cita, entre otros, estos versos: "El minche de esa rumi / dicen no tenela bales; / los he dicaito yo, / los tenela muy juncales". Consultados convenientemente mis diccionarios de cheli y otros argots del lumpen, sólo encuentro solución a dicaito, que procede de dicar, mirar.

Borges refuta con otros argumentos las tesis del gran historiador español, y trae a colación sus propios viajes por España y sus estancias largas en Valldemosa y Madrid, añadiendo que guarda muy gratos recuerdos de esos dos lugares, pero "no he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros", aunque hablen "en voz más alta, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda". Me pareció el otro día, leyendo una entrevista que le hacía Jesús Ruiz Mantilla, que el presidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, ignora toda duda en lo referente al origen de la lengua española. Según él y un estudioso de la Universidad de Tennessee, el profesor Kaplan (un nombre prototípico del malvado de cine negro), nuestro idioma no nació en La Rioja, sino en el pueblo cántabro de Valderredible, y Berceo sería, de creer la teoría sostenida por Revilla & Kaplan, un falsario que quiso dar la gloria fundadora a su pueblo natal de San Millán de la Cogolla.

Me he preguntado a veces, y me han preguntado a menudo amigos míos extranjeros con hijos en edad de estudiar lenguas, cuál sería el lugar ideal para aprender el mejor castellano. Si los hijos estaban presentes en la conversación, era muy difícil decir, por ejemplo, Zamora, pues a los muchachos británicos o franceses la pureza idiomática de la Castilla profunda les dejaba fríos, habiendo oído tanto de las tórridas noches madrileñas, la raspas que aún quedan de la ruta del bakalao valenciano o la perpetua movida en las Ramblas de Barcelona. Por otro lado, yo mismo no soy un buen modelo lingüístico, pues nacido en Elche de una familia valenciana cuya lengua de uso corriente era, hasta la dictadura, el catalán valenciano, crecí en Alicante, estudié la carrera en Madrid, viví muchos años en Inglaterra y la gente a veces me toma por suramericano. Con el bigote me han llegado a tomar por kurdo. Como tantos mediterráneos, no aprendí (nadie me lo enseñó) a distinguir fonéticamente la b de la v, por lo que, de modo un tanto humillante, me veo a veces obligado a añadir la coletilla típica: "Con b de burro". Y me encantan los acentos, cualquier acento, excepto el circunflejo, si bien no recomendaría a esos padres amigos extranjeros que mandaran a sus retoños a estudiar nuestra lengua común a la serranía de Cádiz, por ejemplo. Aunque tiene su gracia oír el ceceo de los ingleses de Gibraltar.

Pero para animarles les digo, citando la autoridad inapelable de Borges, que el español es facilísimo. "Sólo los españoles lo juzgan arduo", afirma el autor de El Aleph, "tal vez porque los turban las atracciones del catalán, del bable, del mallorquín, del galaico, del vascuence y del valenciano". Y tal vez por eso mismo, deduce Borges en el culmen de su malicia, el ciudadano corriente español (está claro que se refiere al madrileño) dice "le mató" por "lo mató", y suele ser incapaz de pronunciar bien la palabra Madrid.

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