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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Para viajeros y lectores en casa

Manuel Rodríguez Rivero

Cuando Richard Ford (1796- 1858) decidió aceptar el encargo de la casa John Murray -editores originales de Jane Austen o Lord Byron- para redactar los recuerdos de sus tres años pasados en España, su propósito era "escribir un libro entretenido, que instruya y, por encima de todo, que sea caballeresco". Ford se había venido aquí abajo en 1830, con la esperanza de que la salud de su mujer mejorara en un clima seco: imaginen cómo sería esto, después de una revolución, una guerra desgarradora, y el regreso del más feroz absolutismo, que culminó en lo que la historiografía liberal llamó la "ominosa década" (1823-1834). Aquella España bronca, moralmente derrotada y llena de hondas cicatrices, aquel espectro político definitivamente expulsado del club europeo de los grandes mientras su antiguo imperio ultramarino se volatilizaba como cenizas arrojadas al viento, era la perfecta contrafigura de la sociedad británica en cuyo Trinity College se había licenciado como abogado el conspicuo viajero. Cuando en 1845 se publicaron los dos tomos de la primera edición de sus Gatherings from Spain al nada económico precio de 30 chelines, nadie esperaba un éxito tan incontestable: en poco más de seis meses se habían vendido los 2.000 ejemplares de la generosa tirada. El secreto de la popularidad de ese libro que, junto con La Biblia en España, de George Borrow, tanto iba a influir en la opinión "cultivada" británica sobre este país, es la misma mezcla heteróclita e infalible de narración y descripción, observación minuciosa del ordenamiento social y de las pautas de la vida cotidiana (lo que Truman Capote llamó "color local"), conocimiento no especializado de la historia y el arte autóctono, impresiones personales, humor y grandes dosis de crítica subjetiva que caracterizan los relatos de todos los grandes escritores-viajeros desde la antigüedad. Ford era un "curioso impertinente" (como lo llamó Ian Robertson) conservador y elitista, pero su gran inteligencia le capacitaba para ver más allá de los estereotipos. Y, por encima de todo, su libro no pretendía sentar cátedra, sino dirigirse al viajero alojado en una venta y que -estaba seguro- agradecería "algo de lectura entretenida". En septiembre Turner publicará los primeros volúmenes de la traducción íntegra (a cargo de Jesús Pardo) del célebre Manual para viajeros por España y lectores en casa, de la que el mismo sello ya había publicado una edición incompleta. Ford, que fue enterrado hace justo ahora 150 años bajo una lápida con la inscripción "rerum Hispaniae indagator acerrimus", nos observó con una mirada crítica y cautivada, por ese orden. Leerlo ahora -desde tan lejos en el tiempo y en la distancia afectiva- es una fiesta del espíritu.

Sinapsis

En 'Una bala en el cerebro', un maravilloso relato incluido en La noche en cuestión, de Tobias Wolff, publicado por Alfaguara hace unos años, el proyectil disparado por un delincuente destroza el cráneo del protagonista y penetra en su cerebro a una velocidad de trescientos metros por segundo. En el tiempo insignificante (pero eterno para la literatura) en el que la bala lleva a cabo su trayectoria letal en el interior de la cabeza, por la mente de la víctima pasa una sola escena trivial de esa vida truncada que está a punto de abandonar. Muchas veces he pensado si, en la larga cadena de muertos que nos han precedido, habrá habido alguno a quien, en el instante final, se le haya representado, como en un fogonazo sináptico, no lo que vivió, ni tampoco la imagen de un mero dato enigmático (el Rosebud del ciudadano Kane, por ejemplo), sino todo lo que hubo leído, desde los primeros cuentos en las felices convalecencias infantiles hasta la última novela de Auster o un brillante poema gótico e irritado de Juan Carlos Mestre de La casa roja (Calambur). Recordar en el instante de la despedida no la vida limitada (incluso con sus secretos) que vivimos, sino lo que aprendimos en los libros acerca de las más exuberantes de los otros, existieran o no realmente. Vidas múltiples entre las que, en esa recuperación instantánea, efímera e indecible, se organizarían extrañas correspondencias: el vómito negro que expulsa Emma Bovary y que el abogado Horace Benbow (Santuario, de William Faulkner) cree oler muchos años más tarde en Popeye, el violador (mazorca de maíz mediante) de la inconsistente Temple Drake. He pensado en ello mientras, por uno de esos frecuentes reencuentros que ocurren cuando intento poner una pizca de orden y concierto en la biblioteca, me he encontrado con unas líneas subrayadas por mí hace ya tiempo y que me devuelven una imagen de don Miguel de Unamuno muy distinta a la del atormentado profesor de griego con el dolor de España quemándole las entrañas. Las hallé en uno de los primeros capítulos de sus Recuerdos de niñez y de mocedad (Alianza) y hacen referencia a la importancia de lo cómico en la formación del sentimiento estético de don Miguel. Y, dentro de lo cómico, dice, dos de sus elementos: la incoherencia y lo que llama "marranería, lo maloliente, lo coprográfico". Y, añade, el tío: "Parece como si instintivamente se ríe el niño al oír que una persona emite un sonido no por la boca, sino por la parte opuesta y baja, y es el tal sonido nuncio de imperfume. El pedo -hay que nombrarlo sin más rodeos- es uno de los principales factores cómicos en la niñez". Quién nos lo iba a decir: hasta Unamuno llevaba un niño (pedómano) dentro.

Verano

Hay noches, estos días, en las que he paseado por las calles todavía semidesiertas de la ciudad, con la misma sensación de felicidad que si Ella Fitzgerald hubiera caminado a mi lado susurrándome al oído Midnight in Vermont con su voz repleta de mágicos rincones. El verano de los adultos exhibe a menudo, cuando uno se acostumbra al calor y al ruido de las propias pisadas en las despobladas aceras, una mesmerizante cualidad evocadora de otros más lejanos y felices. La mejor definición (alegre) del verano la hallé siempre en la larga oda elemental y de versos sincopados que le dedicó Neruda: "Verano, violín rojo / (...) / élitro lisonjero, / perezoso / letargo, / barriguita / de abeja, / sol / endiablado /". Ahora encuentro en Jardines errantes (Seix Barral), un interesante volumen que recoge las cartas del mexicano Octavio Paz al traductor, poeta y crítico francés Jean-Clarence Lambert, otro verso que implica una concepción diferente del estío: "¡Verano, boca inmensa, vocal hecha de vaho y de jadeo!". Ambos me vinieron a la memoria hoy mismo, cuando el calor diurno y la reverberación de la luz en el hirviente asfalto del mediodía me habían producido un espejismo insólito: una muchacha que leía Ulises (como Marilyn cuando quería hacer méritos ante su viejo Pigmalión Arthur Miller) recostada en una hamaca de lona en medio de la calzada. Me tomé un lexatín para la siesta.

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