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Columna
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Carpe díem

Durante semanas, antes de llegar hasta aquí, contemplé en la pantalla sobre la que escribo el valle mediterráneo que ahora se extiende ante mi vista. Cada día, en algún momento quizás especialmente tedioso o estresado, me detenía a abrir una de las fotos con las que evocaba un futuro que anhelaba más cuanto más se acercaba. Pero esas vacaciones, deseadas y necesarias, empezaron teñidas de muerte.

A este valle que, ya sí, ocupaba la gran pantalla de la realidad, comenzaron a llegar noticias indeseables: primero, Leopoldo; poco después, Rafa; más tarde, un caso Neira que deja de ser caso porque Neira es amigo de un amigo.

Y, a mi izquierda, el olivo centenario, el más grande que hemos visto jamás, altísimo, con una complejidad de troncos que no sé si son ramas o al contrario. Y, junto a él, el algarrobo y la higuera, las chumberas, el aloe. Y, hasta donde alcanzan mis ojos, pinos, naranjos, alguna palmera. Decía Cortázar que no hay nada más aburrido que un paisaje, pero no es cierto. Cada nube que pasa, cada ráfaga de viento cambia su fisonomía. Cada llamada telefónica, cada nueva noticia: "Lo importante no es lo que se ve, sino el ver mismo; la mirada, no el ojo", escribió José Ángel Valente, acaso ante un paisaje desértico. Y, sin embargo, los montes que me rodean se muestran en efecto inamovibles y parecen imperturbables.

Suena el teléfono. Oigo las palabras Barajas, Spanair, el motor en llamas de un avión, cuerpos calcinados...

Y siguen cayendo olivas al fondo de la piscina y en los rincones del jardín continúan acumulándose hojas de flores que simulan ser alas de insecto y viceversa. Y las hormigas, afanosas, obcecadas, cargadas de un peso mayor que su cuerpo, siguen abriendo rutas multitudinarias. Y las cigarras siguen haciendo sonar su mera presencia, mudas, somnolientas. Y se oye a lo lejos un perro, un gallo, un cuco. Y pasa al ras la libélula y sobrevuelan los cernícalos. Y se ha posado una tórtola. Y a esa salamanquesa le está creciendo la cola otra vez. Carpe díem, me digo. El abejorro Rodolfo hace notar su presencia. Duermen los grillos.

Abro el libro La cura Schopenhauer, del psiquiatra Irvin D. Yalom, autor también de El día que Nietzsche lloró, y casi me da la risa: "La vida es una cosa despreciable. He decidido pasarme la vida pensando en ello", escribe el filósofo alemán. Desde la misantropía, la excentricidad de su genio y su, acaso edípica, misoginia, Schopenhauer nos recuerda que la muerte nos acecha de continuo y que ganará el juego en el que somos de antemano su presa; que la vida es una pompa de jabón que insistimos en hinchar al máximo "aun a sabiendas de que reventará"; que la felicidad es imposible y apenas podemos los humanos aspirar a "una vida heroica"; que esa vida, cuya "tremenda actividad produce un efecto cómico", es ridícula; que el mundo es una fantasmagoría; que, además de en lo concreto, la existencia se desarrolla en una esfera de abstracción en la que cada uno de nosotros "es un mero espectador, un observador y nada más"; que, embaucados por la esperanza, todos bailamos en brazos de la muerte. Pero también que, cuando atisba la muerte, la mayoría se da cuenta de que ha vivido ad ínterim y "se sorprende de que eso que dejó pasar sin apreciarlo ni disfrutarlo era precisamente su vida".

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Carpe díem, me digo. Libros ("Sin libros yo me habría sumido hace tiempo en la desesperación"). Ideas ("El mayor placer de mi vida son los monumentos, las ideas"). Visión cósmica (la perspectiva sub species aeternitatis de Spinoza: ver el mundo desde la eternidad; o, como lo expresó Schopenhauer, "observar el mundo por el otro extremo del telescopio").

Entonces suena el teléfono. Oigo las palabras Barajas, Spanair, Las Palmas, el motor en llamas de un avión, cuerpos calcinados, cincuenta muertos, ciento cincuenta. Y me lo tomo, con todos los respetos, como algo personal. Como algo que viene a cambiar la, en apariencia, quieta fisonomía del paisaje que se extiende ante mí, este valle mediterráneo de pinos y olivos y algarrobos que mi mirada vuelve abrasada meseta madrileña.

Me lo tomo como algo personal que viene a sumarse a este verano apocalíptico en el que ha muerto Leopoldo y Rafa se ha estrellado contra el asfalto y el caso Neira no es un caso sino el amigo de un amigo y el norte de Ibiza es el este de Madrid y esto no es el valle de Sant Vicent sino la ribera del Jarama, aunque siguen la cigarra y la hormiga y sigue Schopenhauer: "La mayor sabiduría consiste en hacer del disfrute del presente el objetivo supremo de la vida porque ésa es la única realidad, siendo todo lo demás territorio del pensamiento. Pero también podríamos llamarlo nuestra mayor locura, porque lo que existe sólo un momento y se desvanece como un sueño no puede ser merecedor de un esfuerzo serio".

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