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Columna
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O Día

"No confunda usted la Galicia real con la nacionalista, que es mucho más reducida", aconsejó (es un decir) al alcalde coruñés, Javier Losada, al portavoz del grupo popular, Carlos Negreira, en el último pleno municipal. Se debatía la decisión del gobierno local socialista y nacionalista de renunciar a casi dos décadas de pleitos judiciales, ninguno ganado y ni siquiera empatado, en demanda de la utilización del topónimo castellano de la ciudad. Teniendo en cuenta la dieta digerida por el electorado socialista local el último cuarto de siglo en ese y otros temas, el recién estrenado presidente provincial del PP utilizaba con habilidad un argumento del manual del partido: advertir al PSdeG de que es mejor estar solo que mal acompañado (por el BNG). Un argumento del que también suelen echar mano a veces algunos portavoces socialistas, como si los gobiernos de coalición (las malas compañías) fuesen fruto del altruismo o de la caridad cristiana, de la simple falta de carácter o del vicio puro y duro, en lugar de ser el resultado de la necesidad aritmética y/o política.

La liturgia del 25 y su necesaria renovación simboliza la falta de ideas de las formaciones políticas

La democracia se basa, efectivamente, y más o menos, en la convención de que cada opción política representa su parte alícuota de la sociedad. Pero la idea actual de lo que es Galicia y, desde luego, la realidad política de la comunidad autónoma gallega se corresponde mucho más a la que concibió el nacionalismo que la de cualquier otra ideología. La Galicia de hoy, su concepto, es en gran medida una creación de la Xeración Nós, y el impulso del Estatuto del 36 que heredamos surgió del Partido Galeguista y del apoyo que obtuvieron de los elementos galleguistas de otros partidos republicanos y de izquierdas. Para el centro derecha de entonces, aquí, como mucho ahora habría diputaciones. Hoy, sin embargo, Javier Arenas puede proclamar todo lo que quiera a Alberto Núñez Feijóo como campeón del galleguismo constitucional. Y el propio partido de Negreira era el que gobernaba cuando se decidió por unanimidad en el Parlamento que los únicos topónimos serían los originales gallegos.

Y lo mismo pasa con el día de mañana. Me refiero al 25 de Xullo, no al futuro. Fue una creación galleguista un tanto paradójica, dado que es a la vez el día de Santiago, patrón de España. (Quizá seleccionaron la fecha porque era la fiesta grande del país y para poder combinar patriotismo y contemplar los fuegos del Apóstol). Y fueron los nacionalistas los que la mantuvieron como pudieron. Asistiendo a una misa en honor de Rosalía - "la misa de los ateos"- en los peores años, o sufriendo detenciones y apañando porrazos en los no tan malos, incluidos en los buenos de la democracia consolidada. La firma que acabó apareciendo en el DOG declarándolo Día Nacional de Galicia fue la de Antonio Rosón, un militante centrista con un pasado bastante de derechas. Otro caso más en que, a largo plazo vale más tener calidad de ideas que cantidad de votos, aunque a corto sea frustrante.

Y el Día, da Patria o Nacional, sus actuales liturgias y su necesaria renovación simbolizan las ideas, o la falta de ellas, que tienen del país las formaciones políticas que lo representan alícuotamente. (De que la ofrenda al Apóstol siga siendo un acto con contenido político en lugar de un pintoresco ceremonial atávico como el Misteri de Elche, ya ni hablamos). Para el PP ni siquiera era una fecha propia cuando estaba en el poder y gestionaba el protocolo, y menos lo es en la actualidad, con la estrategia de la ofrenda floral itinerante e intermitente. La misma contrariedad aqueja a los socialistas que ahora, sin embargo, han logrado crear una celebración institucional novedosa, A Véspera. El mayor reto lo tiene el BNG. Mantener la manifestación como acto central y leitmotiv del Día da Patria, más que una referencia para los ciudadanos que han escogido a los nacionalistas para que los gobiernen, no ya ahora en la Xunta, sino antes en muchas otras instituciones, es un encuentro entre reivindicativo y nostálgico que ni les va ni les viene.

Iniciativas previas como el Festigal para las generaciones más jóvenes, o la posterior comida en la carballeira, en la que participan familias o pandillas y se puede contemplar a un funcionario del Estado dando a probar la tarta que hace su mujer o un agricultor repartiendo ciruelas claudias de su huerto, son espacios de relación social que deberían cobrar más importancia, incluida importancia política. Porque los partidos son, cada vez más, tanto de los votantes como de los militantes y porque no se puede vivir siempre de la herencia.

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