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Reportaje:

En la corte de los dictadores birmanos

La descabellada capital tiene todolo que le falta al resto del país

Francisco Peregil

La llegada a Naypyidaw, la recién creada capital administrativa de Myanmar, recuerda a esas películas del Oeste en las que el forastero entra en el salón, el pianista deja de tocar y todos se vuelven hacia él. Naypyidaw es el lugar en que ha permanecido el presidente del país, el general Than Shwe, cuando el ciclón Nargis arrasó el sur del país el 3 de mayo y mató a 77.000 personas según el Gobierno y a 120.000 según la Cruz Roja. Es su fortín, su corte, inaugurada el año pasado, levantada como por arte de magia en una zona despoblada, a 350 kilómetros de Yangon y más de ocho horas en coche. La población de la ciudad es incierta, pero se piensa que ronda los 100.000 habitantes

Es el único lugar de Myanmar con electricidad las 24 horas al día
La ciudad no figura en los mapas de carreteras. Tampoco existen planos

La mayoría de los habitantes del país jamás ha visitado esta ciudad cuyo nombre significa El Reino en la lengua local. En los mapas de carretera no se muestra cómo llegar allí. En las guías internacionales de viaje no se habla de ella. Por supuesto, planos callejeros no hay. Y no es fácil encontrar conductores en Myanmar que se arriesguen a entrar en El Reino con un extranjero.

El mero viaje desde Yangon a Naypyidaw ilustra hasta qué punto la dictadura de la Junta Militar se aísla cada vez más del mundo y de su propio pueblo. La carretera que hay que tomar es la que une Yangon con Mandalay, las dos ciudades más habitadas del país. Se trata de una vía semejante a lo que sería una carretera secundaria en España, pero llena de baches y sin ninguna farola. No es posible transitar por apenas 100 metros de carretera sin sortear campesinos que caminan con sacos al hombro, niños montados en bueyes y cientos de personas usando los dos principales medios de locomoción, las motos y las bicis. Es la imagen de un pueblo trabajando duramente incluso en domingo por la simple subsistencia. Los coches tienen que pitar a cada 10 segundos para prevenir atropellos. Y de pronto, cuando uno llega a Naypyidaw, el bullicio desaparece. Los baches y los animales también.

La ciudad donde el general Than Shwe ha levantado su corte nada tiene que ver con el resto del país. Tiene todo lo que le falta al resto de las ciudades. Es como una isla dentro de uno de los países más aislados del mundo. Para empezar, es el único municipio de Myanmar que cuenta con fluido eléctrico 24 horas al día y siete días a la semana. Las avenidas son amplísimas, con dos carriles por sentido. Es como si todo lo que no se ha invertido en autopistas en el resto del país se hubiese destinado a las calles de la capital administrativa. En el resto del país, incluso en municipios de varios millones de habitantes como Yangon y Mandalay, al caer la noche las calles se llenan de vida, no hay nada que las ilumine, pero los generadores empiezan a funcionar en los bares y hoteles. Aquí hay luz eléctrica por todas partes al anochecer, pero apenas hay vida. Debe ser el unico lugar de Myanmar donde no se ve a ningún monje budista.

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El mercado central es de los más aseados del país. Pero apenas hay clientes. Los vendedores parecen figurantes de una obra mal representada. La estructura de la ciudad parece diseñada por acumulación de pequeñas urbanizaciones. Los bloques de edificios de cuatro alturas, pintados en blanco y azul, blanco y rojo, blanco y verde, no están en venta. Se les otorga a los funcionarios. No está ideada para desplazarse andando. En cada rotonda hay un guardia de tráfico, aunque apenas hay tráfico. Las rotondas suelen ser grandes, coronadas por alguna escultura en forma de flor y adornada por jardines que decenas de obreros cuidan bajo un sol de más de 40 grados.

Si muchos ciudadanos del país hubiesen tenido la oportunidad de visitar Naypyidaw y compararla con la zona afectada por el ciclón Nargis, donde murieron más de 77.000 personas el pasado mayo y adonde la Junta Militar no permite el acceso de cooperantes ni periodistas, tal vez la indignación ante el comportamiento del Gobierno, que dejó morir a su gente sin aceptar la ayuda internacional, aún sería mayor de lo que es. Pero la gente está acostumbrada a hablar de política sólo con quien tiene mucha confianza.

En Naypyidaw está permitido hacer fotos en todo lo que no sean edificios oficiales. Pero cuando se pretende hacer una de la entrada al inmenso parque central, el policía de guardia lo prohíbe. "El problema es que no hay normas claramente establecidas", comenta un lugareño. "Todo queda bajo el criterio de la autoridad de turno".

Nadie sabe a ciencia cierta qué movió a los militares a levantar la ciudad. Entre el pueblo circula el rumor de que la fecha elegida para el traslado de las instituciones tuvo que ver con el escrutinio del futuro de los adivinos consultados por el general Than Shwe. Algunas personas consultadas creen que fue el temor a una invasión de Estados Unidos lo que llevó a construir una capital en medio de la nada. "Yangon está expuesta a cualquier ataque por mar y aquí, supuestamente, el Gobierno estaría más protegido", indican estas fuentes. Pero la ciudad no es un fortín. No se encuentra en lo alto de ningún monte ni escondida en ninguna selva. Se haya en medio de una llanura donde no había nada hace unos años, eso sí, pero a pocos kilómetros al norte y al sur ya se encuentran los viejos municipios del país con calles oscuras llenas de barro. Se sale de Naypyidaw, de sus cibercafés de banda ancha que no se ven en casi ninguna parte del país, de sus glorietas ajardinadas, de sus calles con doble sentido bien iluminadas, y se vuelve a ver a cientos de personas trabajando duro junto a la carretera.

Desfile militar frente a las estatuas de los históricos reyes birmanos en Naypyidaw.
Desfile militar frente a las estatuas de los históricos reyes birmanos en Naypyidaw.REUTERS

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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