Abramóvich, el excesivo
Es desmesurado en todo. Con 41 años, su fortuna supera los 15.500 millones, compra cuadros de Freud y Bacon a su último romance y ha estado a punto de ganar la Champions con el Chelsea
Del cielo al infierno en cosa de días. Roman Abramóvich tocó el paraíso la semana pasada cuando se gastó 76,5 millones de euros en dos pinturas: Tryptich, de Francis Bacon, y Benefits Supervisor Sleeping, de Lucien Freud. El miércoles bajó aparatosamente a la tierra al ver cómo el equipo de fútbol de su propiedad, y de sus amores, el londinense Chelsea, perdía en el último suspiro la Champions League frente al Manchester United. Abramóvich se escurrió literalmente en su butaca del estadio Luzhniki de Moscú. Quizá se acordó entonces de sus propias palabras: "El dinero no puede comprar la felicidad... pero te da cierta independencia".
¿Estamos ante un cambio de ciclo de este supermillonario que un día decidió entrar en el mundo del fútbol y que ahora parece dispuesto a reventar el mercado del arte? Se verá dentro de un par de años, pero la derrota moscovita del Chelsea puede ser un primer paso en esa dirección. De Abramóvich, que tiene sólo 41 años pero una fortuna cercana a los 15.000 millones de euros, dicen sus colaboradores que "se entusiasma enseguida con las cosas, pero no le dura mucho tiempo". Se entusiasmó con el petróleo hasta que se hizo multimillonario en unos pocos años, y lo dejó. Se entusiasmó con la paupérrima Chukotka, una remota región rusa cercana a Alaska cuyos 50.000 habitantes ven Siberia como un estupendo destino de vacaciones; pero, tras un solo mandato como gobernador, quiso dejarlo.
Ocho semanas después de conocer a Olga Lysova, en 1987, quiso casarse con ella. Él tenía 20 años; ella, 23 y una hija de una relación anterior. El matrimonio fue feliz pero corto: menos de tres años. Él la convenció para que se divorciaran porque a él le sería así más fácil emigrar a Canadá. Ella accedió, pero nunca hubo viaje a Canadá. A los pocos meses, Roman le comunicó que ya no quería vivir con ella. En su vida había entrado Irina Malandina, una hermosa azafata de Aeroflot de la que se enamoró perdidamente. La nueva pareja duró 18 años y tuvo cinco hijos. Todo se fue al garete cuando Abramóvich, rondando ya los 40, conoció a la bella Daría Zhukova, que tenía 24 años cuando estalló el romance, dicen, en el Camp Nou, en uno de los duelos entre el Chelsea y el Barcelona. El divorcio de Irina le costó 300 millones de dólares (190 millones de euros), una fortuna para cualquiera, unas migajas para el ya entonces riquísimo oligarca.
Abramóvich compró el Chelsea en junio de 2003 para hacerlo campeón de Europa. Despidió al entonces entrenador al cabo de un año porque se había encaprichado del hombre del momento, el portugués José Mourinho. Juntos formaron una pareja triunfal que dio al Chelsea dos ligas inglesas consecutivas, lo nunca visto en un equipo popular, pero que hasta entonces había ganado una sola liga en 100 años. Pero Mourinho tiene una personalidad demasiado fuerte para el gusto de Abramóvich y le despidió en cuanto pudo: nada más iniciar el portugués su cuarta temporada al frente del equipo.
Todas esas decisiones parecen esconder un puño de hierro en guante de seda. Su propia gente le describe como un hombre al mismo tiempo tímido, despiadado, generoso, audaz, calculador y visionario. "Es un hombre que no admite lo que no quiere admitir. Que cuando toma una decisión no hay quien le pare. Si te quiere a ti, te consigue", ha dejado dicho su primera mujer, Olga.
Roman era un estudiante sin un duro cuando se casó con ella. Con el dinero que les dieron los padres de Olga como regalo de boda, Roman compró perfumes, desodorantes, medias y pasta de dientes para vender. Pronto dobló y triplicó la inversión. Cuando en 1988 llegó la apertura de manos de Mijaíl Gorbachov, Olga y Roman pusieron en marcha un negocio de muñecas. Él era un obseso del trabajo. Con la caída de la Unión Soviética, Abramóvich se hizo rico enseguida. Se colocó a la sombra política de Borís Yeltsin primero y de Vladímir Putin después. Hizo amistad y negocios con Borís Berezovski y en 1995 dieron juntos el gran golpe al aprovechar las privatizaciones del viejo régimen para conseguir el control de la compañía petrolera Sibneft por 100 millones de dólares a crédito. Enseguida se multiplicó su valor a varios miles de millones. Probablemente ya los valía cuando la compraron.
Luego llegó el control de Aeroflot y después varias plantas de aluminio de Trans World Group. A diferencia de Berezovski y otros oligarcas, Abramóvich procuró no mostrar ninguna ambición política para no crearse enemigos en el régimen. Incluso cuando Putin le impulsó como gobernador de Chukotka, él se esforzó en aclarar que aquello no era el primer paso de una carrera política. "Es un nuevo empeño para mí. Nunca he gestionado un territorio. Nunca he hablado en público. Tengo que probarlo para saber si me gusta o no", declaró entonces.
Atrás quedaban las dificultades del nieto de una familia judía deportada de Lituania a Siberia por los soviéticos, que perdió a su madre cuando tenía un año y a su padre antes de los tres, que fue criado por la familia de su tío en Ukhta, pequeña ciudad de la república de Komi, en el noroeste de Rusia, y por su abuela en Moscú. Pero él dice que su infancia no fue infeliz. "No puedo decir que mi infancia fuera mala. Cuando eres niño no puedes hacer comparaciones: unos comen zanahorias, otros comen golosinas; las dos saben bien. De niño no ves la diferencia", declaró a The Observer.
Ahora ya puede comparar. Puede elegir cuál de sus cinco yates le gusta más, apreciar la comodidad de su Boeing 767, la discreción de sus dos Dassault Falcon 900, con los que se mueve por Europa, o la facilidad de maniobra de sus tres helicópteros Eurocopter EC-145. Puede comparar las limusinas de otros magnates con su Maybach 62 a prueba de bombas y con cristales antibalas. Puede calibrar el confort de sus mansiones en el centro de Londres, en la campiña de Surrey, en Saint Tropez, en Moscú, en Nueva York...
Los británicos le consideran londinense, pero él dice que Londres es sólo su segunda ciudad preferida, por delante de Nueva York y por detrás de Moscú. Ahora se acaba de comprar un rancho con vistas en las Montañas Rocosas con 11 dormitorios, 12 cuartos de baño, muebles tapizados en piel de visón, un salón para tastar vinos, termas y sala de medios. Y, como complemento, se ha comprado también una cercana pista de esquí. Lo que los suizos no quisieron venderle se lo han vendido los americanos.
En el mundo de Abramóvich, todo se compra. Pero Olga, que dice no guardarle rencor, cree que "puede tener el mundo en sus manos, pero no comprar el amor y la felicidad. Me temo que nunca será feliz con su suerte. Siempre querrá más". Y felicidad es que tu equipo gane la Champions. Y eso no se puede comprar. ¿O era que sí?
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