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Columna
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Repartos y miserias

El día que la autoridad difunda las balanzas fiscales y se conozca cuánto pone y qué recibe cada cual en la España más o menos autonómica, también caerá el falso mito de ricos y pobres, como acaba de despeñarse esa mentira hídrica del Vinalopó, cuya necesidad iba a alimentar algunas carteras y los beneficios de una multinacional que perdió su denominación de origen en el mercado de valores, y ni siquiera sirve para la causa anticatalanista. Del Ministerio de Economía han trascendido datos, según los cuales el País Valenciano recibe 502 euros menos por habitante que Extremadura. Entre los paganos se alinean también Cataluña, Murcia, Madrid, Canarias y Baleares. A medida que se acerque la negociación del nuevo sistema de reparto, aumentará el ruido de catástrofe territorial, sobre todo por parte de los que no quieren perder privilegios y sacan la pancarta de pobres, una condición que más allá de la retórica se va propagando como la gripe. Según el informe anual de Cáritas, Cataluña tiene más gente en el umbral de la pobreza (1.356.000) que habitantes hay censados en Extremadura. Que casi un tercio de los más desfavorecidos se halle en esta parte del arco mediterráneo, también ilustra la calidad del reparto en las prósperas baronías. En su literatura congresual, el PP valenciano se declara partidario de racionalizar el gasto público, circunstancia que revela hasta qué punto es sufrido el papel.

Porque, aquí viene la segunda parte, una cosa es la justicia distributiva, o sea, recibir la financiación necesaria para prestar los servicios que el Estado transfirió, y otra muy distinta la incapacidad de según qué destinatarios en ejercer sus tareas, cual es el caso. Mientras se deja morir a las personas dependientes, no sé si para ahorrarse el gasto, pero sigue habiendo para circuitos de bólidos y eventos circenses, la magnitud de la deuda (¿11.000, 18.000 millones de euros si contamos empresas públicas, cajones ocultos y demás ingeniería contable?) inhabilita el discurso victimario, como en el caso del agua para la embotelladora del Vinalopó. Ante un quebranto presupuestario menor, un interventor del Estado se hizo cargo del Atlético de Madrid en tiempos de Gil y Gil. Ni el Gobierno, ni el Consejo General del Poder Judicial encuentran jueces que se atrevan con el caso Fabra. Con un Estado de derecho así de precario, ¿cómo van a dejar en suspenso una autonomía ruinosa que apenas halla consuelo en la amable prosa de la Sindicatura de Comptes? Ahora que vienen mal dadas, hay que recordar a Marx. En su relato del crac de 1929, Groucho cuenta que solo perdió 240.000 dólares. "El día del hundimiento final, mi amigo, antaño asesor financiero y astuto comerciante, Max Gordon, me telefoneó desde Nueva York. Todo lo que dijo fue: ¡la broma ha terminado! Antes de que yo pudiese contestar, el teléfono se había quedado mudo... se suicidó". Tratándose de dinero público, no es probable que estos ases de las finanzas se lancen al vacío. Habría que pedir auxilio a Ban Ki-moon y, a falta de interventores, que envíe cascos azules. No aliviarán la miseria, pero le darán color al paisaje.

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