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Reportaje:

El sueño de Hillary Clinton se desvanece

La candidata se resiste a renunciar al sueño de toda una vida pese al daño que causa a su partido

Antonio Caño

Poca gente ha invertido antes tanto en la conquista de una ambición. No son sólo los 150 millones de dólares derrochados en la promoción de una candidatura finalmente al borde de la derrota. Son los años de sacrificio profesional, de renuncias personales, de maniobras dolorosas a la espera de esta oportunidad histórica. Son todas las ilusiones frustradas de millones de mujeres que contaban con que una de ellas llegaría esta vez hasta lo más alto. Es el objetivo de toda una vida que se escapa entre los dedos como un pez. Así de dramático es este momento para Hillary Clinton, antes Hillary Rodham Clinton y antes aun sólo Hillary Rodham o Hillary a secas.

De aquella primera, de la joven feúcha y rebelde estudiante de derecho en Illinois, queda una voracidad y un espíritu de lucha que han sido siempre sus mejores armas. De la segunda, de la feminista que peleaba por su apellido y se negaba a ser la típica primera dama condenada a cocinar pasteles, de aquel personaje que se ganó la admiración de muchas mujeres de su generación y alcanzó enorme cotización internacional, sobrevive poco, apenas un recuerdo. La última versión, la de la senadora Clinton, la rica propietaria de una mansión en Chappaqua (Nueva York) con incontenible sed de poder, es la que queda después de tantos años y la que, probablemente, va a ser relegada a la marginalidad política.

Artificial, calculadora y algo maquiavélica: así ven muchos a la candidata
Una razón de su fracaso es su arrogancia de ganadora
En esta campaña Hillary ha sido finalmente Clinton, la esposa de Clinton
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Hay muchas y diversas razones que pueden explicar el más que probable fracaso de Hillary Clinton. Una de ellas ha sido la arrogancia con la que una candidata, que se veía ganadora indiscutible, preparó una campaña (dirigida por Mark Penn, un tipo odiado por los más fieles a la senadora) y almacenó recursos para llegar únicamente al supermartes, convencida de que ahí acabaría todo. Por el contrario, ahí se desfondó y a partir de ahí Obama cimentó su victoria.

Esa misma arrogancia, seguramente, tiene la culpa de haber infravalorado el desgaste que el apellido Clinton había sufrido después de tantos años en política y de no haber tenido en cuenta la resistencia de muchos norteamericanos a mantener el ciclo alternativo de Bush-Clinton en la Casa Blanca. "Ser un reputado símbolo de Washington no es lo que la gente busca en un año de cambio", dijo en su día David Axelrod, el jefe de la campaña de Obama.

Hillary Clinton quiso llegar a la Casa Blanca con las reglas tradicionales. Buscando el dinero en las poderosas fuentes tradicionales. Y eso, no sólo la convirtió en una candidata tradicional, sino que la privó de conseguir recursos financieros en medios más originales, como Obama ha hecho con tanto éxito.

Pero quizá por encima de todo eso, la razón última de la derrota de Clinton tiene que ver, más profundamente, con la apuesta por ese apellido y con esas oscilaciones vitales que han conseguido transmitir de ella la imagen de una persona artificial, calculadora, deshonesta -más de un 60% de los propios electores demócratas así lo dice- y algo maquiavélica.

En esta campaña Clinton ha sido, finalmente, Clinton, la esposa de Clinton, la mujer del ex presidente de quien tan buen recuerdo guardan los norteamericanos (o los suficientes norteamericanos). Después de años de humillaciones por una bien publicitada cadena de traiciones sexuales de parte de su marido (Paula Jones, Gennifer Flowers...). Tras haber asistido en silencio al juicio universal sobre el más famoso caso de infidelidad de la historia (Monica Lewinsky), Hillary Clinton ha recurrido a Bill Clinton, no sólo como el principal agitador y cerebro de su campaña, sino como el modelo político a mostrar y, al menos en público, como los brazos en los que buscar apoyo y cobijo emocional. Algunos pueden ver en esa actitud una muestra de generosidad por parte de Hillary con el legítimo propósito de mantener un matrimonio o, simplemente, como el reconocimiento a los méritos del Bill presidente. Pero mucha otra gente lo ve como el frío cálculo de una persona capaz de soportar la más sangrante humillación en beneficio de su propia carrera.

Cuando esta campaña electoral empezó en Iowa, a principios de enero, todos sabían que esa imagen de Hillary Clinton estaba ya muy extendida entre los medios de comunicación y entre la clase política, particularmente entre los más cercanos compañeros de la senadora en el Capitolio. Pero en Iowa se comprobó que también había tomado cuerpo entre los votantes.

En última instancia, los ciudadanos votan por el candidato que más les gusta. Y, sí, Hillary Clinton está muy bien preparada intelectualmente, puede ser mejor comandante en jefe, tiene experiencia, coraje y está más próxima cultural y generacionalmente a un sector del electorado que es decisivo (estas virtudes le han permitido ganar por ahora 18 primarias). Todo eso es verdad. Pero no gusta lo suficiente a la mayoría y no le gusta en absoluto a mucha gente. ¡Cuánto valoraron los votantes aquellas lágrimas tan humanas en vísperas de las primarias de New Hampshire!

Puede aducirse que esto del gusto es una cuestión subjetiva y que puede ser incluso inducida desde los propios medios. Ciertamente, parte de la imagen negativa de Clinton -la bruja, el cerebro de una maquinaria invencible...- fue introducida hace ya tiempo por Rush Limbaugh, Bill O'Really y otros comentaristas ultras, a algunos de los cuales ha acudido ahora Clinton en su campaña. Pero hoy esa es una imagen que se ha extendido fuera de esos ambientes. Esta campaña contra Obama ha obligado a Hillary Clinton a tácticas tan destructivas contra su rival que un editorial de The New York Times, el mismo periódico que antes había pedido el voto para ella, la acusó de transitar "por el mal camino". Esta misma semana otro editorial de ese diario criticaba duramente el comportamiento divisionista de Clinton por unas declaraciones en las que afirmaba que "el apoyo de Obama entre los norteamericanos blancos acostumbrados a trabajar duro sigue disminuyendo". Eso es, quizá, una realidad estadística, si se refiere a las dificultades de Obama entre la clase obrera blanca, pero es también un flaco servicio a la unidad del Partido Demócrata en un momento decisivo.

Clinton acaba esta carrera electoral con el apoyo de los blancos de clase obrera y áreas rurales que siempre la despreciaron, como una inverosímil heroína del proletariado capaz de soltar exabruptos desde la barra de un bar mugriento. Acaba como una especie de última esperanza blanca. Acaba concediendo una entrevista a Fox, otrora estandarte de la guerra en su contra. "Ha encontrado tarde su verdadero lugar en esta campaña", asegura el columnista conservador Charles Krauthammer. Acaba con menos de un 10% del voto negro, derrotada en todos los núcleos urbanos con excepción de su distrito de Nueva York, rechazada por los intelectuales y señalada por los jóvenes como una barrera a sus renovadas ilusiones políticas. Hillary Clinton acaba esta carrera totalmente desfigurada, convertida en una auténtica sombra de lo que un día representó.

Sin embargo, todavía no se ha ido de la carrera. Todavía tiene oportunidad de dejar esta batalla de forma que, como dice The New York Times, "preserve su integridad y su influencia". "El cálculo que Clinton está haciendo en estos momentos es mucho más sobre la historia que sobre la política", afirma la columnista Karen Tumulty. En cierta medida Hillary Clinton ya ha hecho historia. "Si una mujer llega alguna vez a la Casa Blanca será en parte gracias al trabajo de Hillary Clinton en la campaña", afirma la escritora Susan Faludi. Si en este momento de su vida pudiera tener la serenidad y la humildad de dar su ambición por saciada, a los 60 años, podría todavía contribuir de forma muy apreciable a que ahora sea su país el que siga haciendo historia. Obama la necesita.

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