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Columna
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David Mamet, ese monstruo

Carlos Boyero

En la retorcida y contundente El último golpe, alguien preguntaba sobre la personalidad del gánster que interpreta Gene Hackman. La respuesta es memorable: "Fíjate si es duro, que para dormirse las ovejas le cuentan a él". Cosas de David Mamet, sabor auténticamente americano, un lujo incómodo, provocador y a contracorriente, un director de cine distinto, una inconfundible voz propia del teatro, una escritura original, sarcástica y demoledora se ocupe de lo humano o de lo divino, hablando de las personas y las cosas, del aquí y ahora o del ayer. Si entras en el mundo de este brillante y perturbador artista, vas a seguirle la pista eternamente, te creará adicción, independientemente de que sus criaturas le hayan salido redondas o torcidas, pero nunca planas ni asépticas.

Es imposible no disfrutar con su inteligencia y su mordacidad

Hace demasiado tiempo que comprobé que a los mitos conviene mirarlos de lejos y dedicarse exclusivamente a los placeres que te procura su obra. Por si no están a la altura de lo que te imaginas, para evitar su derrumbe, para evitar desencuentros entre la imagen y la realidad. Por supuesto, evito asistir a las casi siempre muy previsibles, fatigosas y tontas ruedas de prensa en los festivales. Pero me asomé a jipar el careto y escuchar la voz de Mamet en un Cannes muy lejano. Y el pavo era lo más lejano al diseño del intelectual de moda. Tenía pinta de un profesional de territorios peligrosos, podía haber salido de sus películas más negras, poseía un aura inquietante sin proponérselo, sin impostura, sin tirarse el rollo.

Devorando su último, corrosivo y esplendido libro Bambi contra Godzilla, temible ajuste de cuentas con los mercaderes necios y depredadores (aunque forrados) de Hollywood, con los guionistas al dictado, con las estrellas sin cimientos y despóticas, con los críticos que ejercen de publicistas, con la estulticia poderosa.

Puedes compartir o disentir de esa ferocidad tan lúcida, pero es imposible no disfrutar con la inteligencia y la mordacidad de esa prosa, con un pensamiento genéticamente incorrecto, con las facultades polemistas de alguien que te puede defender con el mismo talento y mala leche una cosa y la contraria.

Es deslumbrante su condensación de las tres preguntas mágicas para escribir una historia. Son éstas: ¿Quién quiere qué de quién? ¿Qué pasa si no lo consigue? ¿Por qué ahora? O el paradigma fundamental para la narración de cuentos: "Érase una vez, y de pronto un día, y justo cuando todo iba bien, y justo en el último momento, y después todos vivieron felices y comieron perdices. Y punto final". Hablando de mis amados Lee Marvin, Sterling Hayden y Gene Hackman, de esa raza de actores y de tíos, se atreve a una definición especialmente osada: "Estos hombres, y sus interpretaciones, se caracterizan por la falta del deseo de complacer. En la pantalla no tienen nada que demostrar y, por tanto, nos atraen de manera extraordinaria. No son sensibles, no son antihéroes; son, empleando un término histórico, supermachos. ¡Qué refrescante!".

David Mamet siempre apuesta fuerte. Por el placer y el vértigo del juego, como demostró en la perturbadora y magnífica Casa de juegos y en un relato sobre el póquer publicado en su libro Escrito en restaurantes. Ahora anda encantado con su retorno al judaísmo militante. También ha decidido hacerse de derechas. Y te lo imaginas perversamente divertido con el rasgamiento de vestiduras que ha provocado su artículo, publicado en la revista The Village Voice y titulado '¿Por qué ya no soy un izquierdista de encefalograma plano?'. Que se haga lo que quiera, pero que no deje nunca de escribir y de hacer cine.

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