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Reportaje:DAGUERROTIPOS

El mar es una moral

Joseph Conrad fue marino ocho años, pero quebrantada la espalda por el golpe de una botavara en la latitud de Singapur, se vistió de oscuro, se caló el bombín y se hizo caballero. Fue entonces cuando cruzó la propia línea de sombra

Manuel Vicent

En una tarde melancólica ningún niño imaginativo, tumbado boca abajo en la cama ante un atlas abierto, ha dejado de navegar alguna vez con la yema del índice por todos los mares azules o de adentrarse con absoluta libertad en las selvas más peligrosas. Con la mente llena de barcos piratas, de cofres del tesoro, de leones y colmillos de elefantes, llega un momento en que el niño detiene el dedo en un punto del mapa, el más exótico posible, y piensa: "Un día, cuando sea mayor, iré allí". Algunos logran realizar este sueño, pero sólo uno se llamó Joseph Conrad.

Este niño no era hijo de un conde polaco ni su tía era princesa belga ni fue presentado a muy tierna edad al emperador Francisco José en una audiencia privada en el Hofbourg de Viena. Los primeros años de este escritor, cuyo nombre de bautismo era Jôzef Teodor Konrad Korzeniowski, están rodeados de sueños aristocráticos, que él fomentaba o no se molestaba en desmentir, siempre elusivo y rodeado de siluetas ficticias. Así deambulaba por el puerto de Marsella o por los muelles del Támesis con las manos en los bolsillos, como un joven desarraigado, tratando de enrolarse en el primer navío que lo llevara a los mares del Sur.

Sobre su tumba fueron grabados estos versos de Spenser: "El sueño tras el esfuerzo, tras la tormenta el puerto, el reposo tras la guerra, tras la vida harto complace la muerte"

Venía del frío, de un país de la niebla. Joseph Conrad había nacido el 3 de diciembre de 1857 en Berdichev, territorio ucraniano, a 220 kilómetros al sureste de Kiev. En ese tiempo Polonia sólo tenía una identidad étnica y lingüística; no existía políticamente; era un territorio sometido al yugo de Rusia. Sus antepasados fueron gente dispuesta a liberar a la patria y por eso se alistaron en el ejército de Napoleón en la avanzada hacia Moscú y en este empeño luchó después, como revolucionario izquierdista, el padre de Conrad, de nombre Apollo, que fue prendido, juzgado y condenado al exilio por este motivo, unos avatares políticos muy rudos, que pronto dejaron huérfano de padre y madre al futuro escritor. Joseph Conrad, a los 12 años, quedó bajo la tutoría de su tío materno Tadeusz. Este hombre metódico y pragmático no logró sujetar los sueños de su sobrino, un adolescente visionario, que en la convulsión de los ataques de epilepsia oía voces imperiosas en la nuca llamándole a huir. Un día de octubre de 1871 tomó el tren en la estación de Cracovia y obedeciendo un oscuro designio no cesó de alejarse hasta llegar a Marsella. Tenía 17 años. En esta huida detrás de un sueño rompió con la patria, con la religión y con la familia. Todo su pasado fue sustituido por el mar.

En el puerto de Marsella había suficientes canallas para llenar de emociones una vida entera, aunque él sólo esperaba un barco en el que partir lejos y mientras ese don no llegaba, se dedicó a naufragar por su cuenta en burdeles y timbas de juego en los que unas veces quedaba desplumado y otras agarrado al tronco de una prostituta o de un amigo desnudo como a un madero en medio del oleaje. Cuando se sentía desbancado por el propio desorden, emitía señales de socorro al tío Tadeusz y éste acudía en su salvamento con una remesa de dinero acompañada de muchos consejos. Al final de tres años de zozobrar en tierra logró embarcar como pasajero en el buque Mont-Blanc que lo llevó a la Martinica. El calor húmedo, los gritos de los papagayos y el colorido de la variada carne tropical ocuparon el vacío de su patria perdida y a partir de ese momento comenzó su aventura.

A la hora de embarcarse los marineros se dividen en dos: los que lo hacen apesadumbrados porque dejan atrás mujer, hijos, amigos y placeres sedentarios y los que suben a bordo felices por haber logrado sacudirse de encima deudas, pendencias y falsas promesas de amor poniendo todo un océano en medio durante un tiempo largo. Joseph Conrad pertenecía a esta segunda clase de marineros. En tierra era un ser zarandeado por la existencia, pero el mar lo convertía en un hombre esforzado, riguroso y libre. De regreso de esta primera travesía a las Antillas, recalado de nuevo en el puerto de Marsella, a la espera de enrolarse en otro barco, fue devorado otra vez por las deudas y tuvo que coger un revólver y pegarse un tiro en el pecho para resolver bravamente el problema. La bala le pasó muy cerca del corazón y no quiso matarlo.

Sucesivos viajes a las Indias Occidentales en otros navíos lo convirtieron de pasajero en aprendiz de navegante metido en el trapicheo del ron y en el contrabando de armas. Después llevó carbón a Constantinopla y lana a Australia. "Si he de ser marinero quiero ser un marinero inglés" -se prometió a sí mismo en el hospital donde se recuperaba de la herida-. Después de pasar por toda la escala, logró su deseo y como primer oficial de la marina mercante británica navegó los mares de China y de Nueva Zelanda; incorporó a su espíritu los nombres de Sumatra, Borneo y golfo de Bengala; se adentró en el corazón de África por el río Congo y en cada travesía compartió la vida con tipos heroicos y desalmados, que después convertiría de primera mano en personajes de sus novelas. Había tomado la nacionalidad inglesa en agosto de 1886 y fue marino ocho años, pero quebrantada la espalda por el golpe de una botavara en la latitud de Singapur, dejó la mar, se vistió de oscuro, se caló el bombín y se hizo caballero. Fue entonces cuando cruzó la propia línea de sombra.

En tierra, aquejado de gota, tomó mujer, Jessie Emmoline George, tuvo dos hijos, Borys Leo y John Alexander, y comenzó a escribir relatos de mar con un inglés aprendido y reverenciado, que le vibraba en el pulso con la misma tensión de la caña de los navíos que pilotó cuando era capitán. Conrad convirtió el mar en una moral. La expiación y el remordimiento después de un acto de cobardía en Lord Jim, la serenidad ante la desgracia y el ansia de poder en Nostromo, la mutación constante de las pasiones como los cambios del oleaje en El negro del Narcissus, la penetración hasta el fondo de la miseria humana en El corazón de las tinieblas. Un escritor se mide frente al mar. En este sentido Conrad no tiene una sola página ridícula ni se permitió una zozobra. No así en su vida en tierra.

En medio de la fama internacional, que le dieron muy pronto sus libros, tuvo que vivir luchando de nuevo contra las deudas propias y las de su hijo Borys, contra la enfermedad de su mujer, contra los celos de enamorado viejo de una ninfa, contra la ruina de su cuerpo apalancado en un sillón de su residencia de Oswalds, cerca de Canterbury, acogido al amparo de su agente literario Pinker como quien se abraza al palo mayor en medio de una larga tempestad en tierra. Murió de un ataque al corazón el 3 de agosto de 1924, a los 67 años. Sobre su tumba fueron grabados estos versos de Spenser: "El sueño tras el esfuerzo, tras la tormenta el puerto, el reposo tras la guerra, tras la vida harto complace la muerte". -

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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