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Columna
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La venganza de Santa Claus

Este año la competencia era furibunda: un cura de pueblo había llamado a la cruzada contra el hombre del traje rojo y en las fachadas y los balcones por los que hasta entonces había tratado de introducirse comenzó a ser reemplazado por un Niño Jesús en pañales; alguien difundió por Internet un vídeo apócrifo en que tres tipos con corona amenazaban al rival y le conminaban a dejar el paso libre a los camellos; en el aire, enrarecido por el rugido de las zambombas, se respiraba una tensión parecida a la que antecede a un derbi de fútbol o el resultado de un plebiscito. Cierto: Santa Claus, Papá Noel, San Nicolás o como quiera que se llame ese emisario de Broadway había ganado espacio en la esperanza de los niños y muchos preferían correr el día de Navidad a desembalar regalos bajo el abeto plastificado antes que aguardar al término de las vacaciones, donde la proximidad del primer día de colegio vuelve los juguetes más mustios y les roba color. Así que los poderes invisibles de la tradición decidieron pasar al contraataque y reivindicaron la figura de estos tres personajes de leyenda, reyes y magos, que habían nutrido la ilusión de las generaciones precedentes cuando las consolas y los móviles aún no se habían apropiado de las cartas que mamá escribe al dictado ni habían dejado en la estacada esas cosas obsoletas con que se divertían los niños en blanco y negro, muñecas, balones, casitas a escala. Éste era el año de los Reyes, aquel en que iban a demostrar a todos, pequeños y mayores, que su poderío no había mermado y que estaban capacitados para enfrentarse en igualdad de condiciones al vil obeso de la barba blanca, y su llegada a la ciudad, en medio de la debida fanfarria y aplausos, pondría de relieve que aún ocupaban el sitial de honor en el corazón de la mayoría de los sevillanos. Hasta que se interpuso la concejalía de festejos.

Con nuestros sobrinos de la mano, Teresa y yo corrimos hasta el Costurero de la Reina, en cuya glorieta ya había comenzado a congregarse una ruidosa multitud bajo la palidez de las farolas recién encendidas. Las criaturas se aupaban a hombros de sus padres, con la vista clavada en la salida del parque desde donde, de un momento a otro, los Reyes harían su irrupción en el júbilo y la maravilla de todos los presentes. Al principio el retraso no alarmó a nadie: remontar una reata de camellos y carrozas cargadas de presentes desde el lejano Oriente es tarea que no conviene a la contrarreloj. Pero cuando los minutos fueron espaciándose, los globos empezaban a desinflarse y las rodillas dolían de esperar, una duda despuntó en el cerebro de los más pequeños; se hablaba de obstáculos confusos, la policía mencionaba copas de árboles mal colocados, cables de alta tensión o luces de solsticio de invierno (como quiere Torrijos) cruzados en mitad de la calle. Así que en los ojos de nuestros sobrinos se insinuó una pregunta que por fortuna sus bocas no llegaron a formular: si estos señores son magos, si llevan más de 2.000 años fatigando el mundo en su reparto de felicidad, si pueden visitar en una sola noche todas las casas de un país y luego retirarse con sigilo de guante blanco, cómo es posible que los detenga la ineptitud de unos funcionarios municipales que han colgado bombillas en la fachada errónea. Los Reyes llegaron por fin, y hubo gritos y chaparrones de golosinas como mandan los cánones, pero el apresuramiento y algunas carrozas despedazadas por el reciente percance no lograron desterrar en el ánimo de la mayoría la sensación de que estos pobres seres de cuento están viejos y que el progreso amenaza con pisotear su gastada prosopopeya de incienso, mirra y palafrenes. Quisieron aplastar al anciano vestido de rojo, pero uno debe tener cuidado de con quién se mete: olvidaron que llevaba pasaporte americano.

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