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Columna
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Los ladrones de cuerpos madrileños

Vicente Molina Foix

Se ha exagerado la fealdad de los chirimbolos. Tengo uno colocado relativamente cerca de casa, aunque no tanto como para taparme las vistas, y suelo pararme a contemplarlo. Al principio, cuando sólo consistían en dos rabos o antenas soportando la gran pantalla muda, tenían algo misterioso, esotérico, y de hecho, antes de saber yo a qué estaban destinados, creí que se trataba de la invasión de unos ultracuerpos metálicos no muy distintos a los de la estupenda película de Don Siegel (Invasion of the body snatchers) que ahora hemos visto remade con Nicole Kidman (Invasión). Pasar junto a ellos me daba una difusa sensación de peligro. Hasta que se dijo cuál era su función, y su número, casi mil, bastantes más que aquellas crisálidas o vainas gigantes de las que salían los alienígenas que querían robar y clonar las figuras humanas de pacíficos ciudadanos norteamericanos.

Estos chirimbolos de ahora se pretenden hijos de su tiempo en el diseño aerodinámico de sus patas

No son ni feos ni bonitos, aunque preferibles en todo caso a esas pissotières de tamaño reducido que implantó la anterior alcaldía, conocida en la historia de la ciudad como la era del manzanato; redondos y con una ridícula marquesina afrancesada (todo en plástico), aún se les ve por la calle, a veces con un expositor interior de moda que recuerda las vitrinas del museo de Madame Tussaud (uno de los más terroríficos se halla en la esquina de Princesa y Serrano Jover). Estos chirimbolos de ahora se pretenden hijos de su tiempo en el diseño aerodinámico de sus patas y, por supuesto, en los contenidos que ofrecen sus pantallas. La publicidad. Nuestro alcalde está comerciando con el suelo y el cielo que no le pertenecen, y nos está vendiendo a nosotros, que muchos ni siquiera le hemos votado, en medio de una apatía general. Alberto Ruiz-Gallardón, con todas sus ínfulas de liberal cultivado, hace suya a diario la siniestra frase de su mentor Fraga Iribarne: "La calle es mía". Suyas parecen las de Madrid, no nuestras, que las pateamos y las pagamos.

Por eso, lo de menos es la estética del neochirimbolo (que no da ni frío ni calor), su tamaño, que superará en la mayoría de los casos lo prescrito por la propia Ordenanza General sobre Mobiliario Urbano, o su ubicación, que el alcalde se muestra dispuesto a negociar con los vecinos a quienes les arruina el módico gesto de asomarse al balcón o la ventana. ¿Negociará con el general Espartero, cuya famosa estatua de equino bien dotado, sita en la calle de Alcalá, desaparece por uno de estos pantallazos si el paseante la observa desde la plaza de la Independencia? O el señero marqués de Salamanca, que sería todo lo rico que se quiera, pero el pobre queda capitidisminuido en su estatua de la plaza que lleva su nombre por obra y gracia de los chirimbolos. Mucho más grave que la fealdad del artilugio o el desastre visual es el abuso infligido a los ciudadanos, a los que forzosamente se nos incluye -como usuarios y propietarios que somos del suelo público mantenido con nuestros impuestos- en un paquete económico cuya concesión, además, ha creado dudas y descontento. La instalación y explotación de estos soportes se dio a dos empresas de nombre alarmante (Unión Temporal de Empresas Cemusa y Clear Channel España; subrayo los términos que más inquietan), las cuales les sacarán partido durante 10 años a cambio de desembolsar al Ayuntamiento 160 millones de euros. ¿Adónde irá ese dinero? ¿A la Nueva Babilonia municipal de Cibeles?

Claro que el alcalde no es el único en recaudar para las arcas del Consistorio usando indebidamente el espacio público. La Comunidad de Madrid, al frente de la cual está, ella con menos disimulo y menos violonchelo que Gallardón, la gran apóstola de la privatización Esperanza Aguirre, abre nuevas estaciones de metro por doquier, lo cual es bueno, los trenes no siempre llegan al andén, lo cual es malo, y el sufrido viajero es sometido en las largas esperas a un bombardeo de anuncios comerciales directos e indirectos en esos paneles colocados junto a las catenarias.

En la película de Siegel de 1956, la mejor de las cuatro versiones de La invasión de los ladrones de cuerpos, se vio una alegoría de la caza de brujas del senador McCarthy. No sé si Gallardón quiere lavarnos el cerebro e invadir nuestros cuerpos de paseantes con propaganda. Quizá sea mucho sospechar. A lo mejor sólo busca vendernos el alma al mejor postor, haciendo caja con los lugares comunes de la ciudad.

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