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Nuestros regalos al Cosmos

Rafael Argullol

El periodista norteamericano Alan Weisman ha publicado recientemente un libro, El mundo sin nosotros, que plantea la ocurrencia apocalíptica de preguntarse qué pasaría en nuestro planeta si un día los seres humanos desapareciéramos de él. Weisman no aclara el motivo de la desaparición, pero tras consultar durante años a un buen número de expertos -científicos, ingenieros, arquitectos- construye una fenomenal trama de suspense póstumo que viene a ser una especie de Apocalipsis de San Juan laico y sin dioses a la vista. En esta ficción más o menos documentada científicamente los ángeles exterminadores somos los mismos hombres o, más propiamente, puesto que nosotros ya hemos desaparecido, los artefactos tecnológicos que los hombres hemos creado.

Nos sobrevivirán el plástico, las esculturas de bronce y las ondas de radio y televisión

La técnica narrativa de Weisman recuerda un poco, también, al Apocalipsis. No hay trompetas que suenen, jinetes que cabalguen o sellos que se rasguen, pero, como contrapartida, hay un uso del calendario tan abrumador como el que hallamos en el texto visionario de Juan de Patmos. Según Weisman, sin el cuidado y mantenimientos humanos, el programa del gran caos está cantado. Así, por ejemplo, a los dos días de la extinción de seres humanos, los metros de las ciudades se inundarían por falta de bombeo, o al menos esto, se augura, sucedería en el de Nueva York. A los siete días ya empezarían los problemas de los sistemas de refrigeración de las centrales nucleares. Un año después éstas estarían provocando explosiones e incendios en todo el planeta. A los tres años se hundirían muchas carreteras e infraestructuras y a los veinte años el Canal de Panamá quedaría de nuevo cerrado. Los puentes de hierro más resistentes tardarían 300 años en caer. A los 500 años las ciudades se asemejarían a selvas llenas de pequeños depredadores.

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De este modo van sonando las invisibles trompetas mientras, uno tras otro, se rasgan los sellos. Pero Alan Weisman y los especialistas por él consultados no se conforman con las provisiones a corto plazo. En El mundo sin nosotros se nos cuenta qué pasaría a los 100.000 años, al billón de años, a los cinco billones de años de nuestra extinción. Y nada de lo que pasa es particularmente alegre pero sí significativo de lo que nos rodea ya hoy, cuando no nos hemos esfumado.

Tras leer el ensayo de Weisman la primera conclusión es que nuestra capacidad para convertirnos en los ángeles exterminadores de nuestro propio planeta es muy reciente. Todos los artefactos tecnológicos que contribuyen al asentamiento del gran caos han sido concebidos en los dos últimos siglos. En únicamente dos siglos el hombre ha preparado su arsenal apocalíptico, de modo que ya no requiere la presencia de los dioses o de las catástrofes naturales para imaginar tremendos cataclismos en el mundo que habita (o, en la hipótesis de Weisman, que ha dejado de habitar).

En esta tesitura he intentado averiguar qué quedaría de nosotros, si es que quedaría algo. A medida en que leía las páginas del libro me iba preguntando: ¿dejaremos algo, tras nuestra marcha? Las cosas iban tan mal dadas que resultaba imposible que legáramos nada a unos futuros visitantes que se interesaran por lo que había sido la vida en la Tierra.

Luego he visto que algo sí regalaríamos al cosmos como testimonio de nuestra remota presencia, ¿qué sobrevivirá a los siete millones de años de nuestra extinción? De acuerdo con el libro de Weisman, el plástico. ¿El plástico? Sí, el plástico, dunas de plástico deslizándose de aquí para allá, como viscosos monarcas de la Tierra. Donde había habido templos y palacios, donde había habido ciudades ahora brillarán largas cordilleras de plástico.

Esto era muy decepcionante. ¿Para esto los hombres de tantas épocas habían creado tantas obras bellas? ¿Qué pensarían de nosotros en caso de llegar los futuros visitantes? Nos difamarían por todo el universo: ¿qué asco de civilización tenían estos que han ensuciado su propia casa con criaturas tan repulsivas? Y tendrían razón.

Con todo, al repasar lo que ocurría sin nosotros a los 10 millones de años, tuve un pequeño consuelo al enterarme que las esculturas de bronce aún serían reconocibles. Algo se salvaría de nuestra dignidad si en el laberinto de plástico sobrevivían tenazmente los guerreros de Riace, el David de Donatello, el Perseo de Cellini, las Puertas del Paraíso. Los visitantes mejorarían, a no dudarlo, su opinión sobre nosotros. Sin embargo, junto al plástico y las esculturas de bronce, haremos un tercer regalo al cosmos, el más perdurable. Respecto a él Weisman es contundente; a los cinco billones de años de nuestra desaparición continuarían viajando las ondas de radio y televisión. Nuestras emisiones, aunque troceadas y fragmentadas, continuarían viajando eternamente, o casi. ¡Vaya regalo envenenado!

Es verdad que podemos deleitar a nuestros visitantes con un trozo de una sonata de Beethoven o con el fragmento de un fotograma en el que aparezca Rita Hayworth; quizá incluso podremos reírnos de ellos con algún detalle de la voz de Orson Welles en La guerra de los mundos. Pero ¿qué pasará cuando vean, aunque sea fugazmente, nuestra basura televisiva o cuando escuchen el tono de nuestras tertulias radiofónicas? Preferirán el plástico, que al menos es silencioso.

Rafael Argullol es filósofo y escritor.

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