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Columna
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Planque, una vida de pasión por el arte

En el Museo de Bellas Artes de Bilbao se muestran 150 obras de un amante del arte, el coleccionista suizo Jean Planque (1910-1998). Estamos ante la aventura de una vida entera de pasión por el arte. Fiel a una de las acepciones de la pasión ("cualquiera afecto desordenado del ánimo"), Planque fue coleccionando las obras a impulsos de carácter desigual. No es extraño, por tanto, ver al lado de obras extraordinarias otras no tan esplendentes. Sin embargo, considerada la exposición en su conjunto, las obras de alta calidad, por una suerte de empatía artística, hacen que las restantes obras parezcan mejor de lo que son.

Dos son los artistas que influyeron sobremanera en el acrecido interés hacia el arte que profesaba Planque. Ellos son Picasso y Dubuffet. Lo prueba que el mayor número de obras que llegó a comprar en su vida se cifrara en ellos dos. Las diez piezas de Dubuffet de la presente muestra son tan buenas como las mejores que se puedan contabilizar en el haber del pintor francés. En cuanto a Picasso, todo parte de la admiración que Planque le profesaba. Tras conocer a Picasso y saber cómo había trabajado sus cuadros, Planque se convenció para siempre que no existía en el mundo contemporáneo un artista más capaz y más cercano a la vida que el pintor español. De acuerdo con las posibilidades de su bolsillo, surge ese racimo de piezas soberbias de Picasso de distintas épocas.

Todo empezó cuando el suizo quiso convertirse en intermediario entre los artistas y los espectadores

En cuanto a sus disponibilidades económicas para comprar obras de arte, por encima de Planque estaban los museos, galerías y coleccionistas particulares, todos ellos con mayor poder adquisitivo. Pero el suizo lo compensaba estando ojo avizor a lo que "andaba suelto" por el mercado del arte. Como quiera que su tesorería no le daba para comprar obras de gran tamaño, la mayoría de lo adquirido viene a ser de pequeño y mediano formato. Pero poco importa el tamaño si reparamos en la hermosa y sutil acuarela de Cézanne, en la original marina de Dufy, en la soberbia sanguina de Renoir, en un clásico pastel de Degas, en un potente dibujo al carbón de Gauguin, en dos buenos óleos de Monet o en los cuatro óleos marca de la casa de Rouault...

Dentro del cubismo se contabilizan obras de cierta solvencia por parte de Braque, Juan Gris, Dufy, Laurens, La Fresnaye y, muy en especial, tres peculiares y excelentes piezas de Léger. El goauche de Robert Delaunay no pasa de ser un modestísimo apunte, en tanto el gouache de Sonia Delaunay posee gracilidad y luminoso talento.

Comentario aparte merecen las cuatro obras de Paul Klee, también de pequeño formato. En los trabajos de este artista, Planque percibió la búsqueda de un punto distante en los orígenes de la creación, y el deseo de adivinar una especie de fórmula para el hombre, el animal, la planta, el fuego, el agua, el aire y, a la vez, para todas las fuerzas circundantes. Por eso, a pesar de su admiración por Picasso (considerándolo como el grande entre los grandes) y por Dubuffet (a quien, según confesaba, le debía todo), en el caso de Klee hay una palabra que define con exactitud lo que sentía Planque por él; esta palabra es fascinación. Supo entender todo cuanto llevaba implícito el axioma proclamado solemnemente por Klee: "En el arte, no es tan esencial ver como hacer visible". Uno de los aportes más valiosos y de mayor riqueza artística del legado de Jean Planque, tal vez sean esas cuatro lacónicas obras maestras de Klee. Con la contemplación de esas obras, se constata que su autor es uno de los artistas más originales y telentosos del siglo XX.

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Otras obras dignas de mención son una sincopada marina de Nicolas de Stäel, junto a piezas de cierta calidad firmadas por Tàpies y Millares, además de dos espléndidas obras pequeñas de Palazuelo. También vale la pena fijarse bien en las cinco obras de Bissière, dentro de su personalísima línea, y en las dos obras plenas de serenidad de Pierre Bonnard.

Una vez concluida la visita nos parece conocer siquiera un poco a Jean Planque, al punto de creer que a él no le hubiera gustado ver sus obras demasiado juntas, apelotonadas como están algunas. Una cosa es que en el estudio o en los domicilios particulares los cuadros estén unos junto a otros; mas en un museo rigen otras leyes y costumbres, porque se sabe que toda obra, al ser una entidad independiente, por pequeña que sea, es obligado dignificarla como es debido. El espacio que circunda cada obra tiene que ser suficiente de modo que pueda verse tal cual su valor. Cuando una obra es buena, no importa sea de reducido tamaño, nos parecerá grande, pues es largo e intenso el placer que nos produce.

Digamos para terminar que el museo bilbaíno ha recibido la visita de otro museo. Todo empezó cuando un señor llamado Jean Planque quiso convertirse en intermediario entre los artistas y los espectadores. Y a fe que logró ser un sólido y magnífico puente.

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