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Crónica:DON DE GENTES
Crónica
Texto informativo con interpretación

Carabanchel Alto y Carabanchel Bajo

Elvira Lindo

LA FELICIDAD de una lengua extranjera la tienen los que sólo se saben cuatro frases, las básicas: cuánto cuesta esto, dónde está lo otro, qué hora es, soy de España (o soy catalán, vasco o gallego, si es que se considera el ser español algo vejatorio). He conocido a muchos turistas felices. Yo, en su momento, también lo fui. Ahora vivo en la infelicidad del que sabe algo más. Saber algo más consiste en conocer la magnitud de todo aquello que no se sabe. Entender y ser entendido, qué difícil. Eso es la vida, un valle de malentendidos. Dicen que lo más intraducible es la poesía y el sentido del humor. La poesía no sólo está en los versos, sino en la musicalidad de la lengua en la que te criaste, que te hace advertir sutilezas y advertir cuándo te la están colando. Los extranjeros siempre somos tontos. Lentos a la hora de percibir una ironía, lentos a la hora de decirla nosotros. La gente lenta no tiene ninguna gracia. Ya lo dijo John Huston: "No hay que fiarse de la gente que habla lento". Se lo compro: las personas que hablan lento, como recreándose, suelen esconder bajo ese manto de solemnidad una mente escasa de ideas; ese tardar tanto en decir lo que tienen que decir, que normalmente es una tontería, es un tipo de egoísmo, un egoísmo que tengo por delictivo: son personas que te roban el tiempo. Pero no es el caso del pobrecito extranjero, ese extranjero que habla lento porque mientras habla anda cazando en su mente las palabras que usará en la siguiente frase y porque a menudo se siente un idiota y un incomprendido. El momento más satisfactorio que se tiene en una lengua es aquel en el que pillas un chiste y te ríes en el mismo momento en el que se ríe todo el mundo. La tele ha hecho mucho por mí en el extranjero. Ver Seinfeld cada tarde se convirtió para mí casi como para una beata cumplir con misa de ocho, y el reírme en el momento en que se reían las risas enlatadas hizo mucho por mi integración. La comedia nos acerca más a la comprensión del mundo; a pesar de que en Los Soprano me sobrecogieran los momentos de hondura shakesperiana, disfrutaba mucho más con diálogos como aquel en que Tony Soprano hablaba con su amelonado hijo adolescente sobre la confirmación: "El rollo ese de que Dios no existe disgustó mucho a tu madre", "No es 'Dios no existe', es 'Dios ha muerto", "¿Y quién coño ha dicho eso?", "Nietzsche, un filósofo alemán, papá. Creo que no me voy a confirmar", "Tu madre te lleva a un colegio católico y quiere que te confirmes", "Qué sabrá ella", "Sabe que, aunque Dios haya muerto, tú le besarás el culo". Genial. La risa te acerca a la comprensión de otros mundos, pero no hay nada como la risa que te surge del mundo que conoces como la palma de tu mano. Recuerdo muchas veces aquello de Fellini: "¿Cómo voy a hacer cine en Los Ángeles si para contar historias tengo que saber cómo hablan las putas y los taxistas?". Mi ciudad es destartalada, ruidosa, insoportable por momentos, no tendrá nunca la belleza ni el trazado de otras, pero posee una cualidad de ciudad vivísima, como le ocurre a Nueva York; es un paraíso para aquellos que como yo vamos a la caza de conversaciones ajenas, de esos tipos que sueltan lugares comunes en los bares, de esas mujeres mayores que poseen una riqueza verbal popular que sólo se encuentra en la calle. Yo no le hago ascos a nada: veo la tele, las series costumbristas, las presuntamente cómicas y las comedias españolas, y casi siempre pienso, casi siempre, que dónde residirá el problema para que hayamos perdido en gran parte ese oficio de reproducir el habla de la gente corriente, la brillantez de aquellos diálogos y la naturalidad con la que los decían los viejos cómicos. Hablo de eso que hacía que reconociéramos en las palabras que pronunciaban López Vázquez, María Luisa Ponte, Manuel Alexandre o José Bódalo la poesía del habla callejera. No hablo del cine español, sino de algo más amplio, de cierta opacidad creativa general que nos impide desde hace tiempo reproducir con alegría la vida corriente; tal vez intervinieron los críticos, cuando arremetieron contra eso que llamaban costumbrismo, despreciando esa capacidad maravillosa de reflejar fielmente, sin la pretensión de intelectualizar ni ideologizar, una humilde peripecia humana. Sin costumbrismo no hay comedia. Será por eso, por la sensación de que perdimos el camino que habían trazado los Berlanga, los Azcona, los Ferreri o, antes, aquel Mihura del absurdo cotidiano, por lo que admiro tanto lo que hacen un par de cómicos que cada cierto tiempo reúnen en la sala Galileo a su club de fanáticos. Hablo de Faemino y Cansado. Carabanchel Alto y Carabanchel Bajo. Unos cuantos años de oficio ya a sus espaldas y un público de todas las edades que se entera casi de milagro, porque casi no se anuncian, de las noches en las que actúan. Mezcla de payasos, mimos, comediantes del absurdo y, sobre todo, poseedores del mejor oído para el humor, ese oído prodigioso que sabe captar toda la tontería humana, la de los enteradillos de los bares, la de los borrachos, la de los locos, los atravesaos y los inocentes. Ese oído diestro en coleccionar materiales de desecho. Humor del bueno, de ese que se crea al margen de la mala baba; humor bestia, pero inocente (gag del Rey incluido); palabras que no nacen del mundo de la política o del famoseo, sino al contrario, de la manera en la que un idiota, cualquiera de nosotros, asimila la información. Más de doscientos idiotas estábamos riéndonos, reconociendo el mundo en sus parodias. Con esa risa que te hace pensar: "Entiendo todas las sutilezas". Y que te hace sentir que estás en casa.

Fotograma de la serie de televisión <i>Los Soprano</i>.
Fotograma de la serie de televisión Los Soprano.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.
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