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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

La masajista de Stalin

Marcos Ordóñez

FLOTATS SIEMPRE me acaba convenciendo, pese a los abundantes problemas de Stalin, el espectáculo que ha presentado en el Tívoli barcelonés. El actor y director adapta un fragmento de Une éxécution ordinaire, la novela de Marc Dugain. El primer acto se le atraganta al más benévolo: abundan las escenas condenadamente discursivas cuando no disparatadas. Estamos en Moscú, 1952. Olga (Carme Conesa) es una doctora de élite. Su pareja es un científico nuclear (Pere Ignasi Font), cuyo nombre no recuerdo ahora. Lo busco en el programa, pero no figura el de ningún personaje, qué le vamos a hacer. Olga y el científico están a) enamoradísimos y b) acongojados por una reciente caza de brujas en los medios hospitalarios: Stalin y sus secuaces ven complots por todas partes, y más si los presuntos complotados son judíos. Marc Dugain (o Flotats, no sé) recurre al trámite, siempre enojoso, de suministrar al espectador información que los personajes conocen de sobra, como cuando el científico le dice a Olga (y dos veces, por si no retenemos el dato): "Tu padre era judío pero se cambió el apellido tras la revolución". Llaman a Olga del Kremlin y allí se encuentra, bajo arcos caligarescos, con una matrona del KGB, interpretada por Pepa Arenós, a la que le han marcado el cliché traganiños con que se solían dibujar a los comisarios políticos en las películas fascistas españolas. Quien ha llamado a Olga es el mismísimo Stalin (lo adivinaron: Josep Maria Flotats) porque está muy cascado y le han dicho que Olga, desde pequeñita, roza el prodigio curando dolencias por imposición de manos. En ese primer acto, el dictador le atiza y nos atiza un monólogo que ni Fidel Castro, una especie de "todo lo que usted debería saber sobre Stalin en cuarenta minutos". Son muchos. Que si Marx que si Lenin, que si el capitalismo, que si los judíos, que si el culto a la personalidad, que si tengo esta pierna hecha polvo y que ojito con contarlo. Olga no se duerme porque el miedo se lo impide, y como su kinesoterapia resulta muy efectiva, se convierte en su esclava casi a tiempo completo. Eso supone que ha de apañárselas para plantar al científico sin decirle que trabaja para Stalin, lo que supondría una doble y pronta ejecución.

A propósito de Stalin, basada en la novela de Marc Dugain, en montaje de Josep Maria Flotats, en Barcelona

La escena en la que se inventa la excusa para romper con él no la concibe ni Joaquín Calvo Sotelo en tripi, con frases de este calibre (y sólo cito un par). Ella: "Te he traicionado con otro hombre. No me pidas explicaciones: considéralo una locura de mujer". Él: "Estabas harta de mi actitud de perro fiel. Lo comprendo. La brutalidad exterior no ha de interponerse entre nosotros". Se interpone y acaba el primer acto. En el segundo empieza realmente la función. Ahora estamos en Georgia, en la residencia de verano de Stalin.¡Al fin un conflicto dramático, un motor de la trama! La vida del científico pende de un hilo, y el líder soviético no se limita a exponer su ideario como si dictara sus memorias a Olga sino que juega perversamente con sus expectativas, aunque, nadie es perfecto, sigue largando frases refitoleras como "el terror es lo aleatorio al servicio del socialismo" o "la muerte es una forma absoluta de la modestia".

Hay otra buena historia, la del director del hospital (sobrio y emotivo Pep Sais), un antihéroe casi chejoviano que protege a Olga por amor jugándose el tipo. Bueno, ya estoy contando demasiado. Sólo les diré que en esa segunda parte está toda la carne en el asador, hay enfrentamiento, hay tensión, hay fluidez dramática. Carme Conesa está fantástica, ya lo estaba desde el principio, salvo en la imposible escena de la ruptura, que ahí ni Helen Mirren. Es el mejor trabajo de su carrera, y Flotats la ha dirigido de maravilla en sus silencios aterrados, su obligada sumisión, su rabia creciente. Si no fuera porque sería una lástima prescindir de la escena de Pep Sais, uno desearía que la obra se quedara en un mano a mano entre Stalin y Olga: la entenderíamos igual. O mejor. Hablemos de Flotats. De entrada piensas que el papel no le va por mera cuestión de temperamento actoral. A Flotats le van los personajes flamboyants, en lo cómico y en lo trágico. A Olivier le pasaba igual, por eso nunca acabó de funcionar en el registro realista y "frenado". Stalin "le iría" a Hopkins o a Gambon, pero no a Olivier, que compondría a lo grande, como hace Flotats. Digo esto porque me parece un actor de esa cuerda y esa estirpe, y así hay que tomarlo, no hay más cáscaras. O dejarlo, claro, aunque no están los tiempos para rechazar a actores de su categoría. Le pondré mil peros y mil veces me quitaré la gorra ante su elección. Un artista de verdad ha de correr riesgos, y a fe que aquí los corre. Suspender la incredulidad, mayormente. Primero te parece una imitación un tanto maragalliana, al estilo del programa Polònia, y luego crees tener delante a un malo de película de Bond, pero poco a poco la fuerza de su trabajo se abre camino. Con algunos amaneramientos muy jesuíticos, de expresión y de gesto, aunque muchísimo más contenidos que en anteriores entregas. Y hay que decir que también le ha roto el cuello a sus acostumbradas cadencias verbales. Predomina en ese segundo acto, pues, su enorme autoridad, su eterna sabiduría de mattatore: con qué peso se mueve en escena, cómo proyecta, cómo templa y manda y entra a matar. Vale, me rindo: no es "mi" Stalin y quizás no sea "mi" actor, pero al final acabo aplaudiendo "su versión", su apuesta, como acabé creyéndome a Pla con esmoquin. Se va esfumando la exterioridad y de repente tengo delante a la versión provecta de Calígula, y el miedazo es considerable, porque el vejete (también muy cercano a Franco, en lo de "haga como yo: no se meta en política") parece encantador imitando a Chaplin, partiéndose el pecho tras ver El gran dictador, y fingiéndose campesino inculto, y al momento siguiente ves que ha perdido totalmente la bola, y pasa del sofisma irónico al sofisma que toma por verdad de fe, y lo peligroso, obviamente, es que ni siquiera se da cuenta. Lo dicho: no es ni de lejos una buena obra, pero contiene grandes momentos y, sobre todo, dos interpretaciones de aúpa.

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