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Reportaje:AVENTUREROS INSÓLITOS

El explorador que se inmoló en el frío

El capitán Oates se sacrificó durante la malhadada expedición de Scott al Polo Sur

Jacinto Antón

Es la frase más conmovedora de toda la historia de la exploración polar. Y una de las más corajudas pronunciadas jamás: "Voy a salir y puede que tarde un rato". Quizá en sí no suene muy grandiosa, cierto, pero la dijo, seguramente castañeteándole los dientes de frío, el capitán Oates, uno de los miembros de la desgraciada partida de Scott en el Polo Sur, en el estremecedor momento de abandonar la tienda para encaminarse -¡en calcetines!- hacia una muerte segura entre la ventisca en uno de los parajes más terribles y desoladores del planeta, en los confines mismos de la Tierra.

Oates, que padecía horribles congelaciones, gangrena incluso, una vieja herida de guerra reabierta y hasta parece que escorbuto, decidió salir al inmisericorde exterior e inmolarse en el lacerante altar del hielo para dejar de ser una carga para sus compañeros y brindarles una posibilidad de supervivencia. Lo hizo, igual que había hecho el mortificante camino hasta el Polo Sur, con entereza y modestia, sin dar la nota, con un aparente desapego -esa actitud de salgo y aquí no pasa nada- que ha sido saludado como quintaesencia del heroísmo británico (y por ende, de todo heroísmo). En última instancia, el autosacrificio a 40 grados bajo cero (que es mucho frío aunque sea un frío seco) no sirvió de nada: Scott y los otros dos miembros restantes del grupo, Wilson y Bowers, acabaron muriendo también, desnutridos, agotados y congelados. Pero ahí queda, inmortal, el gesto de Oates. Y su frase.

Se le atribuye una hija resultado de una relación adolescente con una jovencita de 11 años
Murió el día de su 32º cumpleaños tras abandonar la tienda en calcetines a 40 grados bajo cero

¿Quién era ese Oates que cerró su vida in bellezza -gélida y terrible belleza-, convirtiéndose con ello en epítome de héroe del fracaso y gentleman? Paradójicamente, su luminoso final entre torbellinos de nieve y destellos azulados de hielo mortal, y las grandes frases volcadas luego sobre su noble gesto, han dejado en la sombra los 32 años de existencia que condujeron hasta aquel arduo destino, ese postrero 17 de marzo (precisamente su cumpleaños) de 1912 en la despiadada Gran Barrera de Hielo de la Antártida.

La vida de Lawrence Edward Grace Oates (Putney, 1880-Antártida, 1912), conocido como Laurie por la familia, Titus por los amigos y Soldado por sus camaradas de la expedición al Polo Sur, podía haber sido larga y plácida. Retoño de una acaudalada y distinguida familia inglesa, parecía haber nacido para administrar su finca (Gestingthorpe Hall, Essex), cazar el zorro, jugar al polo, navegar en su velero, The Saunterer, y criar caballos de carreras. Es verdad que había aventureros en la familia: su padre mismo había viajado, explorado y cazado por África, y el tío Frank fue el quinto hombre blanco que vio las cataratas Victoria y murió de malaria en Matabelelandia. El joven Oates, tras pasar por Eton, donde se empapó de los tan útiles valores victorianos y destacó como deportista, ingresó en un regimiento de caballería de élite (el 6º de Dragones de Inniskilling), un destino clásico para los chicos de su posición -véase la mejor de las tres biografías sobre el personaje: Captain Oates, de Sue Limb (Leo Cooper, 1995).

Para horror de su madre, la muy patricia y dominante Caroline, que lo idolatraba, mimaba y sujetaba a ella con mano de hierro-, Baby Boy, como llamaba a su hijo, fue a parar en 1901 a la guerra contra los bóers. Durante una patrulla se comportó con gran heroísmo (se negó a rendirse frente a una fuerza superior) y recibió un balazo que le rompió una rodilla. Se le llegó a recomendar para la Cruz Victoria. Con su regimiento viajó luego a Irlanda, Egipto (donde ¡se enamoró del desierto!) y la India. A lo largo de su estancia en el ejército desarrolló una gran pasión por los caballos, de los que lo sabía todo. Parece que en cambio no le iban mucho las chicas, ni el sexo en general, aunque en su nueva biografía, I am just going outside (Spellmount, 2002), Michael Smith le atribuye la paternidad de una niña, resultado de un affaire adolescente ¡con una jovencita de 11 años! Es tentador ver en el episodio una razón para la marcha de Oates al polo, pero parece que nunca supo que tenía una hija. Los caballos fueron el motivo por el que Scott, que iba a emplear 19 ponis en su ataque al Polo Sur, lo incorporó a su expedición. Oates, que estaba harto del ejército y la estirada etiqueta del círculo de oficiales, se adaptó sorprendentemente bien a los rigores de la exploración polar. No había en él nada de la arrogancia y afectación que cabría esperar de un oficial de dragones (ni siquiera lucía bigote). Trabajaba duro y se llevaba bien con todo el mundo excepto con Scott, de mentalidad tan complicada y diferente de la suya. Dudaba -con razón- de la capacidad del líder para llevarlos hasta el polo y traerlos de vuelta sanos y salvos, y discutió varias de sus decisiones. No por ello dejó de seguirle, fiel al deber y a su código de honor, hasta la muerte.

No se encontró su cuerpo. Oates permanece (como Irvine en el Everest) perdido en el lugar que le torturó y le convirtió en leyenda. Engastado al hielo de los páramos polares como una perla de coraje, guarda en su congelada mirada el enigma último de su valor.

El triste y helado grupo de Scott, en el Polo Sur tras llegar después de Amudsen. Oates es el de la izquierda. Scott, el del centro ante la bandera.
El triste y helado grupo de Scott, en el Polo Sur tras llegar después de Amudsen. Oates es el de la izquierda. Scott, el del centro ante la bandera.

Un héroe polar al que le sudaban los pies

OATES SE ENTREGÓ con enorme dedicación al cuidado de los ponis de la expedición. Y eso pese a que desde el principio denunció la pésima selección que se había hecho de las pequeñas bestias. Encargarse de los ponis en el ambiente hostil de la marcha al polo, hasta que se los liquidó a todos, para comérselos, fue posiblemente una de las causas del debilitamiento extremo y las congelaciones de Oates. Acostumbrado a sufrir en silencio -un rasgo que, junto con su pesimismo, todos sus compañeros destacan del explorador-, Oates no reveló a nadie el horror en que se habían convertido sus pies en la ordalía de 1.440 kilómetros hasta el Polo Sur. Dejó pasar dos oportunidades de regreso y formó parte del equipo final de cinco -Evans murió a la vuelta, antes que Oates- que llegó al objetivo (tirando ellos mismos del trineo) para luego tratar de regresar en circunstancias patéticas. En su biografía de Oates, Michael Smith desvela que una circunstancia en otro contexto risible empeoró el estado de nuestro hombre: le sudaban los pies (Amudsen, el primero que alcanzó el Polo Sur, sufría de hemorroides). Se ha especulado -Huntford, en su desmitificador y polémico El último lugar de la Tierra (Península, 2002)- con que Scott presionara al inválido Oates para que se quitara del medio en una suerte de bulling polar. Es imposible saber la verdad, pero tanto el gesto de Oates como su frase final, recogidos en el diario de Scott, concuerdan plenamente con su carácter.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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