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Columna
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Matar de moda

El desfile de moda eclesiástica es uno de los momentos estelares de la película Roma de Fellini: sotanas, estolas, sombreros de teja, tocas y casullas nos pasan delante de los ojos -y de los oídos, que los comentarios del maestro de ceremonias no tienen desperdicio- con coquetería y desenvoltura. Los diseños que desfilan sobre la pasarela se ajustan en lo esencial a la norma indumentaria, pero es en los detalles que se apartan de ella donde resultan más elocuentes; la significación se concentra en el insólito color de esa sotana, por ejemplo, o en su tejido ajeno, o en esas botonaduras de capricho, o en la hondura de la curva de las alas que le comunican a las tocas monjiles como una autorización para el despegue. La genialidad paródica de Fellini pone moda donde por definición no puede haberla, en el uniforme territorio del hábito; y al hacerlo destapa en el corazón mismo de quien más o mejor los niega, devaneos, pavoneos, pecaminosas vanidades. Y es que la moda suele ser un excelente líquido de revelar.

Por la vía de las modas deslocalizadas llego hasta la violencia de género (otra Roma eterna donde acaban desembocando tarde o temprano todos los caminos de la agresividad) que es sin duda la tendencia criminal más de moda, a la que se le puede aplicar, sin temor a equivocarse, la calificación de "último grito". Y todo sin abandonar su condición de gran clásico. Porque a las agresiones contra las mujeres les pasa lo que a las sotanas y casullas de Fellini: en lo esencial se ajustan al uniforme patrón, pero resultan particularmente elocuentes cuando reaniman ese diseño de toda la vida con algunos complementos de última hora. Los medios de comunicación son a la violencia de género lo que los desfiles y las pasarelas a la ropa: un escenario privilegiado no sólo para la exposición de sus hechuras, sino para la expresión de sus tendencias. En la manera en que los medios comunican los sucesos se ve perfectamente por donde va la moda feminicida, o si se prefiere, por donde van los tiros.

Antes era normal, por ejemplo, que el asesinato de una mujer a manos de su marido o novio se calificara de crimen pasional. Hoy ya no. La idea de que en el origen de esas muertes puede estar un rapto del dominio sentimental ya no se lleva; habrá quien la use en privado, como otras prendas, pero para lo público resulta démodé. Tampoco puede decirse que sea realmente tendencia explayarse en los detalles técnicos: que si tal bidón de gasolina o cual martillo o tantas patadas o centímetros de puñalada por aquí y por allá. (Desde una perspectiva de género, cualquier objeto de uso corriente puede ser arma de destrucción masiva; un signo de la extensión y el alcance de la violencia contra las mujeres es que se las asesina con cualquier cosa, con cualquier pieza del mobiliario, de la caja de herramientas del hogar o de su propio menaje de cocina).

La última moda en el tratamiento de la violencia de género hay que buscarla hoy en el contexto legal, en la situación jurídica del agresor. Los complementos informativos que más se llevan son, sin duda, los que se refieren a las denuncias previas por malos tratos (si había o no, si eran remotas o recientes, únicas o múltiples, retiradas o persistidas), y a la existencia o no de órdenes de alejamiento o similares. La moda es situar ahí la noticia, más que en el propio crimen. ¿Por qué será? Creo que la respuesta hay que situarla, después de todo, en la línea de ese modelo perfectamente clásico según el cual la violencia contra las mujeres no es del todo pública o del todo escandalosa; o para poder constituir un auténtico escándalo social necesita incorporar algún otro ingrediente, algún extra.

De momento, ese extra que eleva (puntualmente) la violencia de género a la categoría de escándalo de moda lo componen las denuncias sin respuesta útil o las órdenes judiciales trasgredidas. De momento. Luego, cuando la tendencia se desgaste o se aburra, ya se verá. Mientras ellas siguen cayendo como moscas, ya se buscará algún modo más fashion de contarlo.

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