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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Partiéndome el pecho en Londres

Marcos Ordóñez

PUES ESO, que me he partido el pecho en el Criterion (Piccadilly, frente a la fuentecita de Eros) con la versión teatral de 39 escalones, gentileza de Patrick Barlow. Tras esta aseveración y antes de entrar en harina, meto flash-back porque aquí tenemos un sorprendente caso de vidas paralelas. Año 1985. El cómico catalán Toni Albá y dos compinches (Bruno Delahaye, Kevin Magill) de la escuela de Lecoq dieron la vuelta al mundo con un espectáculo, Operación Fu, parodia de las novelas de Sax Rohmer. Características básicas: ritmo trepidante, encadenado de episodios y escenarios, y ellos tres haciendo un montón de personajes. Unos pocos años después, Albá y Sergi López (pronúnciese Lopés) arrasaron de nuevo con La kumedia dels errors, en los roles de un director crispadísimo y un actor incompetente creando todos los desastres imaginables. La pantalla se divide. Rótulo: "Entretanto, no lejos de allí...". Misma época: finales de los ochenta. Patrick Barlow, un cómico inglés, crea el National Theatre of Brent. Brent es un barrio del norte de Londres, famoso por su electorado de izquierdas y porque allí está el Tricycle, la sala más roja del reino. El Teatro Nacional de Brent son dos personas: Barlow, que se autotransforma en el director megalómano Desmond Olivier Dingle, y su ayudante Raymond Bow, encarnado por John Ramm. Este par, con un ídem (y con una misérrima subvención del Council local: 250 libras al año) lleva lustros montando espectáculos imposibles. O sea, adaptaciones (en clave catastrófica) de La carga de la Brigada Ligera, Zulú, Lawrence de Arabia o el Gotterdamerung wagneriano. O sea, como La kumedia del errors. En 2005, Barlow decide adaptar 39 escalones con cuatro chavos y cuatro actores. O sea, parecidísima a Operación Fu. No digo que se copien, ojo: estoy hablando de vidas paralelas y de la misma sensación de felicidad teatral, de liar un carrusel de risas a base de talento y recursos ingeniosos. Fin del flash-back. Continúa la acción. ¿Se acuerdan de 39 escalones? John Buchan la publicó en 1915 y se forró el riñón. En 1935, Hitchcock la llevó al cine y se inventó el thriller en clave de comedia. Comedia romántica, porque le añadió una trama de pareja: Robert Donat y Madeleine Carroll nunca estuvieron mejor. El otro día recordaba con Marsé la fabulosa escena en la que ella se quita las medias y la mano de Donat, esposada, brinca hacia su rodilla y se desliza muslo abajo. ¡Palabras mayores! Bien: el propio Buchan, que no era tonto, vio la película y dijo que era mucho mejor que su novela. Patrick Barlow, que tampoco es tonto, ha adaptado al teatro la película, casi plano a plano. Robert Portal, que encarna a Richard Hannay, el aventurero gentleman, gasta el mismo bigotito que su tocayo Donat. Y el mismo traje de tweed, y la misma nonchalance. Y Rachel Pickup hace lo imposible para parecerse a miss Carroll, y a fe que lo consigue, escena de la media incluida (aquí más Wilder que Lubitsch). 39 escalones es uno de los exitazos de la temporada londinense. Se estrenó en junio de 2005 en el West Yorkshire Playhouse. En agosto del año pasado llegó al Tricycle y ganó el Olivier a la mejor comedia. En septiembre saltó al Criterion y ahí sigue, llenando cada noche. He dicho cuatro actores ¿verdad? Bueno, parecen cincuenta. Robert Portal hace de Hannay y lo borda. Rachel Pickup hace de Pamela (eso, de Madeleine Carroll), la rubia encadenada a Hannay, y también es Annabella Schmidt, la espía alemana acuchillada en la segunda escena, y la mujer del granjero escocés que ayuda a Hannay (y se enamora perdidamente). Todos los demás personajes se los reparten una pareja de clowns, Jimmy Chisholm y Simon Gregor, con más tablas que el Globe, y que se llevan la función. Son los espías malos (con farola incorporada), y el villano nazi y su mujer, y el granjero tacañón, y los dueños del albergue donde pasa lo de la media, y los polis, y los de la asociación política, y el presentador del London Palladium, y el increíble Mr. Memory. Qué bien está Mr. Memory y qué pena da el pobre. Arranca la cosa en el Palladium (el diminuto Criterion, claro, con nosotros de público), y luego salta al apartamento de Hannay, y con la muerte de Frau Schmidt comienza la verbena. La criada grita al descubrir el cadáver, el grito encadena con el pitido de un tren y ya tenemos al falso culpable en un vagón del Flying Scotsman: cuatro lámparas que se balancean, dos baúles de viaje a guisa de asientos. Persecución al canto: los baúles se transforman en el techo del tren y dos escaleras de mano bastan y sobran para montar la escena del Forth Bridge. Sigue la huida a través de los Highlands, esta vez con teatro de sombras (y aparición de Hitch) y el gag de un ciervo trotón que conducirá a Hannay hasta el pueblecito. La verdad es que gags no faltan: hay tantos que si me pongo a apuntarlos no veo la función, ustedes disculpen. Barlow y Maria Aitken, la brillantísima directora, utilizan todos los recursos cómicos a su alcance e incluso algunos más: suspense a costa del fregolismo desencadenado (¿conseguirán Chisholm y Gregor interpretar a la pareja de malos y a los dueños del albergue en la misma escena?), música inesperada (¿la banda sonora original? Nasti: momentos estelares de Psicosis y Vértigo), mutaciones más inesperadas todavía (una cortina de ducha hace las veces de la cascada que oculta a Hannay y Pamela), puertas móviles y nuevas siluetas para convertir la fiesta en casa del malo en una escena de vodevil salvaje y, casi se me olvidaba, hay que ver el juego que le sacan a un marco de ventana para que Hannay se escape por pies unas veintisiete veces. Y mucha niebla artificial, y el clímax con la aparición de un invitado sorpresa que hace gritar al villano nazi desde un palco: "¡Eh! ¿No habíamos quedado en que era un reparto de cuatro actores?". Un gustazo, una delicia, un espectáculo baratísimo: el sueño de cualquier productor, que sólo ha de ligar un póquer de ases dispuestos a correr los cien metros vallas y a un director (o directora) con cronómetro incorporado.

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